miércoles, 26 de mayo de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 1

Capítulo 1


Claire Stroughton tomó su taza sin levantar la vista del borrador del testamento que había redactado y estaba revisando.
—Odio cuando haces eso.
Claire miró al otro lado de su oficina hacia su asistente ejecutiva.
—¿Cuándo hago qué?
—Esa rutina de misil teledirigido por el calor buscando tu café.
—Mi taza y yo tenemos una relación muy estrecha.
Martha empujó sus gafas subiéndolas más sobre su nariz.
—Entonces me alegro de que tenga tapa. Si no sales ahora, vas a llegar tarde a tu cita de las cinco.
Claire se levantó y se puso la chaqueta de su traje.
—¿Qué tan mal ando de tiempo?
—Son las dos y veintinueve. Conducir hasta Caldwell te llevará un mínimo de dos horas y más con este tráfico, tu coche te está esperando en la puerta delantera. La llamada por conferencia con Londres está programada para dentro de dieciséis… quince minutos. ¿Qué tipo de limpieza quieres que haga antes del fin de semana largo?
—He analizado los documentos de la fusión de Technitron y no me siento para nada impresionada. —Claire le pasó una pila de papeles lo suficientemente grande como para ser usada como tope de puertas—. Mándasela por courier a 50 Wall ahora. Quiero tener una reunión con el Consejo opositor a las siete de la mañana. La mañana del martes. Que ellos vengan aquí. Antes de irme ¿Te debo algo?
—No, pero podrías decirme algo. ¿Qué tipo de sádico fija una reunión con su abogado a las cinco de la tarde del viernes del fin de semana previo al día del trabajador?
—El cliente siempre tiene la razón. Y la cuestión del sadismo está en el ojo de quién lo mira. —Claire metió el testamento en un portafolios y luego recogió su bolso Birkin. Mientras paseaba la vista por su espaciosa oficina, intentó enfocarse en el trabajo que tenía pensado hacer durante el fin de semana—. ¿De qué me estoy olvidando?
—La pastilla.
—Cierto, cierto. —Claire usó lo que le quedaba en la taza para zamparse el medicamento que había estado tomando durante los últimos diez días. Mientras lanzaba la botella naranja a la papelera, se dio cuenta que desde el domingo no estornudaba ni tosía. Evidentemente la pócima había funcionado.
Malditos aviones. Eran estanques de gérmenes con alas.
—Acompáñame. —De camino al ascensor Claire le dio un par más de órdenes respecto a la organización, saludando todo el tiempo a alguno de los doscientos y pico abogados y personal administrativo que trabajaba en Williams, Nance & Stroughton. Martha se mantenía a la par a pesar de la carga de papel que llevaba en los brazos, pero en definitiva eso era lo sensacional respecto a esa mujer. Sin importar cómo, siempre se podía contar con ella.
Cuando llegaron a la hilera de ascensores, Claire presionó el botón para bajar.
—Bueno, creo que eso es todo. Que tengas un buen fin de semana.
—Tú también. Trata de descansar un poco, ¿quieres?
Claire entró en el ascensor con paneles de caoba.
—No puedo. El martes tenemos a Technitron. Me voy a pasar la mayor parte del fin de semana aquí.
Cuatro minutos después estaba en su Mercedes avanzando lentamente en el tráfico de Manhattan, tratando de salir de la ciudad. Once minutos después, le estaban traspasando una llamada con Londres.
La llamada por conferencia duró cincuenta y tres minutos y menos mal que debido al tráfico básicamente era igual a estar en un estacionamiento porque la reunión virtual no fue bien. Lo cual era bastante habitual. Las fusiones y las adquisiciones de compañías millonarias nunca eran sencillas y no eran adecuadas para los débiles de corazón. Su padre le había enseñado eso.
De todas formas, fue un alivio cortar y concentrarse en conducir. Probablemente Caldwell, Nueva York, estuviera a sólo ciento sesenta kilómetros del centro, pero Martha tenía razón. El tráfico era una putada. Aparentemente todo el mundo estaba tratando de salir de la Gran Manzana y todos estaban utilizando la misma carretera que Claire.
Normalmente, no se hubiera tomado la molestia de conducir para ver a un cliente en su domicilio particular, pero la señorita Leeds era un caso especial por un montón de razones y no era como si la mujer pudiera acudir a su oficina fácilmente. Tenía ¿cuántos? ¿Ya habría cumplido los noventa y un años?
Cristo, tal vez era aún mayor. El padre de Claire había sido el abogado de la mujer desde siempre y después de su muerte, ocurrida dos años atrás, Claire había heredado a la señorita Leeds junto con el resto del patrimonio en la sociedad familiar. Cuando había ocupado su lugar en la mesa de los socios, se había convertido en la primera mujer en la historia de Williams, Nance & Stroughton en sentarse en la sala de juntas, pero se había ganado ese derecho, a pesar de lo que dijera el testamento de Walter Stroughton. Era una fantástica abogada de Abogados F&A. Superada por muy, pero muy pocas personas.
La señorita Leeds era su único cliente de bienes e inversiones, y lo mismo le había ocurrido a su padre. La anciana tenía una fortuna cercana a los doscientos millones de dólares, gracias a los intereses que tenía su familia en diversas compañías, todas las cuales eran representadas por WN&S. Estas participaciones eran el corazón de la relación. La señorita Leeds creía en continuar con lo que le era conocido y su familia había estado con la firma desde su comienzo en 1911. Así que ahí lo tenías. Y una estrella del rock de F&A estaba haciendo B&I para una CAA.
O en idioma humano: una especialista en Fusiones y Adquisiciones estaba haciendo un trabajo de Bienes e Inversiones para una Candidata al Asilo de Ancianos.
Creedlo o no, el algebra de la interacción era un plus. El testamento y los bienes que había en él eran medianamente sencillos de manejar una vez que te habías familiarizado con ellos y en comparación con la mayoría de los clientes corporativos de Claire, era fácil tratar con la señorita Leeds. Además la mujer era buena para los negocios cuando se trataba de ese testamento suyo. Revisaba los planteamientos que había en el mismo de igual forma que otras personas practicaban jardinería, y a un precio de seiscientos cincuenta dólares por hora de Claire, las horas facturables sumaban. La señorita Leeds estaba constantemente revisando la porción para caridad de su patrimonio, cultivando aquella sección, recortando y replanteando las caridades cada vez que cambiaba de opinión. Claire había gestionado las últimas dos modificaciones por teléfono, así que cuando esta vez la señorita Leeds le pidió una entrevista personal, tenía todas las razones para hacerle una rápida visita.
Si tenía suerte sería rápida.
Claire había ido sólo una vez a la propiedad Leeds, para presentarse a sí misma después de la muerte de su padre. La reunión había salido bien. Evidentemente la señorita Leeds había visto fotos de Claire a través de su padre y había aprobado el «porte elegante» de Claire.
Lo cual era un chiste. Aunque era cierto que la vestimenta hacía al hombre y a la mujer, y el guardarropa de Claire estaba lleno de trajes conservadores con faldas por debajo de la rodilla, eso era simplemente una cobertura superficial. Tenía la cabeza de su padre para los negocios y también su veta de agresividad. Podía parecer una dama desde el moño hasta sus juiciosos tacones, pero en el interior era una asesina.
La mayoría de la gente captaba su verdadera naturaleza unos dos minutos después de conocerla y no sólo porque fuera castaña. Pero era bueno que la señorita Leeds estuviera engañada. Era de la vieja escuela y por lo tanto formaba parte de una generación dónde las mujeres decorosas no trabajaban en nada y mucho menos eran abogadas en Manhattan. Francamente, a Claire le había sorprendido que la señorita Leeds no hubiera acudido a uno de los otros socios, pero ambas se llevaban bien la mayor parte del tiempo. Hasta ahora, el único inconveniente en la relación había ocurrido durante el primer encuentro cara a cara cuando la mujer le había preguntado a Claire si estaba casada.
Claire definitivamente no estaba casada. Nunca lo había estado, no le interesaba estarlo, no gracias. Lo último que necesitaba era algún hombre con derecho a opinar acerca de si se quedaba hasta muy tarde en la firma, o si trabajaba demasiado o acerca de dónde deberían vivir o lo que iban a cenar esa noche. No obstante Eliza Leeds era obviamente de la opinión de que se-te-definía-por-el-tipo-de-pantalones-que-tenías-a-tu-lado. Por lo que Claire se había preparado mientras le explicaba que, no, que ella no tenía marido.
La señorita Leeds había parecido desanimada, pero luego se había repuesto y había pasado rápidamente a la pregunta de si tenía novio. La respuesta fue la misma. Claire no tenía ni quería uno de esos, y no, tampoco tenía mascotas. Se había producido un largo silencio. Luego la mujer había sonreído, hecho un breve comentario más o menos en las líneas de «Dios, como han cambiado las cosas», y allí habían quedado el asunto. Al menos por ese momento.
Cada vez que la señorita Leeds llamaba a la oficina, preguntaba si Claire había encontrado algún hombre agradable. Lo cual estaba bien. Que se diera el gusto. Eran de diferentes generaciones. Y la mujer aceptaba los no con elegancia… tal vez debido a que ella misma nunca se había casado. Evidentemente tenía una vena romántica no satisfecha o algo así.
Si Claire era honesta, todo el asunto de las relaciones le aburría. No, no odiaba a los hombres. No, el matrimonio de sus padres no había sido disfuncional. No, de hecho su padre había sido una figura masculina de lo más comprensiva. No había habido ningún fin de relación problemático, ningún problema de autoestima, ninguna patología, ninguna historia de abuso. Era inteligente, amaba su trabajo y estaba agradecida por la vida que tenía. Era sólo que todo el asunto de la casa y el hogar era adecuado para otras personas. ¿En conclusión? Respetaba completamente a las mujeres que se convertían en esposas y madres pero no les envidiaba la carga de asumir el cuidado de los demás. Y en la mañana de Navidad no sentía un agujero en el corazón debido a que estaba sola. Y no necesitaba partidos de futbol ni dibujos en el refrigerador ni regalos hechos a mano para sentirse realizada. Y el día de San Valentín y el día de la Madre eran simplemente dos hojas más en el calendario.
Lo que amaba era la batalla en la sala de juntas. Las negociaciones. Los intrincados recovecos de la ley. La responsabilidad energizante de representar los intereses de una corporación de diez billones de dólares… ya fuera comprando a alguien o despojándolo de sus activos o despidiendo a un Consejero Delegado por tener gastos personales ilícitos por cifras de ocho dígitos.
Todas esas cosas eran su fuerza motriz y, estaba en la cumbre de su carrera y a los treinta y pocos estaba en una muy buena posición en la vida. El único problema que tenía era con las personas que no entendían a una mujer como ella. Era un caso típico de doble estándar. Los hombres podían pasarse la vida entera dedicados a su trabajo y eran vistos como buenos proveedores, no como tías solteronas y antisociales con problemas en la intimidad. ¿Por qué las mujeres no podían ser vistas de la misma forma?
Cuando finalmente apareció el puente de Caldwell, Claire ya estaba lista para llevar a cabo la entrevista, dirigirse de regreso a su apartamento de Park Avenue, y comenzar a prepararse para el enfrentamiento del martes con Tech-nitron. Demonios, tal vez hasta tendría suficiente tiempo como para regresar a la oficina.
La propiedad Leeds consistía en cuatro hectáreas de tierra trabajada, cuatro edificios anexos, y un muro que si querías escalar tendrías que tener equipo de rápel[1] y el fuerte torso de un entrenador personal. La mansión era una enorme pila de roca ubicada en una elevación, un ostentoso despliegue de nuevo rico erigida durante el período de Renacimiento Gótico de 1890. A Claire le parecía como algo por lo cual Vincent Price[2] hubiera pagado impuestos.
Condujo por la entrada para coches circular, aparcó frente a la entrada digna de una catedral y puso su móvil en vibrador. Tomando su bolso, se acercó a la casa pensando que debería llevar una cruz en una mano y una daga en la otra. Hombre, si tuviera la riqueza de los Leeds, viviría en algún lugar un poquito menos lúgubre. Digamos que en un mausoleo.
Un lado de las puertas dobles se abrió antes de que llegara al llamador con forma de cabeza de león. El mayordomo de la familia Leeds, que tendría unos ciento ocho, hizo una reverencia.
—Buenas tardes, señorita Stroughton. Si no es molestia podría decirme si dejó las llaves en el coche.
¿Su nombre era Fletcher? Sí, eso era. Y a la señorita Leeds le gustaba que lo llamara por su nombre.
—No, Fletcher.
—¿Quizás querría entregármelas? En caso que deba mover su coche. —Cuando ella frunció el ceño, dijo en voz baja—, Me temo que la señorita Leeds no está muy bien. Si debo llamar a la ambulancia…
—Siento oír eso. Está enferma o… —Claire dejó que la pregunta se desvaneciera mientras le entregaba las llaves.
—Está muy débil. Por favor, acompáñeme.
Fletcher caminaba con ese tipo de lenta dignidad que esperarías de un hombre vestido con el uniforme formal del mayordomo británico. Y encajaba muy bien con la decoración. La casa estaba amueblada al estilo de las viejas familias adineradas, las habitaciones estaban atestadas con capas y más capas de obras de arte coleccionadas durante generaciones. La mezcolanza invalorable de pinturas y esculturas dignas de estar en museos era de diferentes períodos, pero fluía toda junta. Sin embargo qué trabajo de mantenimiento. Sacarle el polvo a esas cosas sería como cortar ocho hectáreas de césped con una cortadora manual… ni bien terminabas, debías comenzar otra vez.
Ella y Fletcher subieron las imponentes escaleras en curva hacia el segundo piso y caminaron por el pasillo. A ambos lados, colgados de paredes de seda roja, había retratos de varios Leeds, sus pálidos rostros brillaban sobre fondos oscuros y sus ojos bidimensionales te perseguían. El aire olía a cera de limón y madera antigua.
Cuando llegaron al final del pasillo, Fletcher golpeó una puerta tallada. Cuando se oyó un débil saludo, abrió ampliamente el panel.
La señorita Leeds estaba apoyada en una cama del tamaño de una casa, viéndose tan pequeña como una niña, y tan frágil como una hoja de papel. Había encaje blanco por todas partes, brotando del dosel, colgando hasta el suelo alrededor del colchón y cubriendo las ventanas. Era una escena invernal completa con carámbanos y bancos de nieve, salvo por el hecho de que no hacía frío.
—Gracias por venir, Claire. —La voz de la señorita Leeds era frágil al punto de parecer un susurro—. Disculpe que no pueda recibirla apropiadamente.
—Esto está perfectamente bien. —Claire se acercó de puntillas, temerosa de hacer ruido o movimientos bruscos—. ¿Cómo se siente?
—Mejor que ayer. Tal vez me haya contagiado la gripe.
—Anda por todos lados, pero me alegro que esté mejorando. —Claire pensó que no sería de ayuda mencionar el hecho de que ella había tenido que tomar antibióticos para curarse de algo parecido—. De todas formas, seré rápida así puede seguir descansando.
—Pero debe quedarse a tomar el té. ¿Se quedará verdad?
Fletcher intervino.
—¿Traigo el té?
—Por favor, Claire. Acompáñeme a tomar el té.
Infiernos. Deseaba regresar.
El cliente siempre tiene la razón. El cliente siempre tiene la razón.
—Pero por supuesto.
—Bien. Fletcher, traiga el té y sírvalo cuando terminemos con mis documentos. —La señorita Leeds sonrió y cerró los ojos—. Claire, puede sentarse junto a mí. Fletcher le traerá una silla.
Fletcher no tenía aspecto de poder cargar ni siquiera un banquillo, mucho menos algo en lo que ella pudiera sentarse.
—Está bien —dijo Claire—. Yo traeré una…
Sin siquiera tomar aliento, el mayordomo levantó fácilmente una antigua butaca, que tenía el aspecto de pesar tanto como un Buick.
Guau. Evidentemente era el mayordomo biónico.
—Ah… gracias.
—Madam estará cómoda aquí.
Si, y tal vez madam lo conduzca a casa si su coche no arrancara.
Cuando Fletcher se fue, Claire puso el trasero en el trono y miró a su cliente. Los ojos de la anciana seguían cerrados.
—Señorita Leeds… ¿Está segura que no desea que le deje el testamento? Puede revisarlo en su tiempo libre y yo puedo volver a certificar su firma.
Hubo un largo silencio durante el cual se preguntó si la mujer se habría quedado dormida. O, Dios no lo permita…
—¿Señorita Leeds?
Los labios pálidos, apenas se movieron.
—¿Ya tiene un caballero que la visite?
—Perdón…, er, no.
—Usted es tan adorable, sabe. —La señorita Leeds abrió los ojos acuosos y giró la cabeza en la almohada—. Me gustaría que conociera a mi hijo.
—¿Disculpe? —¿la señorita Leeds tenía un hijo?
—La he sorprendido. —La sonrisa que estiraba la piel delgada era triste—. Si. Soy… madre. Todo sucedió hace largo tiempo y en secreto… tanto el hecho como el parto. Lo mantuvimos todo en secreto. Mi padre insistió y tuvo razón al hacerlo. Esa fue la razón por la cual nunca me casé. ¿Cómo podía?
Santa… mierda. En aquel entonces, cuando fuera, las mujeres no tenían hijos fuera del matrimonio. El escándalo hubiera sido tremendo para una familia tan prominente como los Leeds. Y… bueno, esa debía ser la razón por la cual la señorita Leeds nunca había hecho mención alguna de su hijo en el testamento. Le dejaba el grueso de su patrimonio a Fletcher porque las viejas costumbres eran difíciles de olvidar.
—Usted le gustará a mi hijo.
Bien, eso era absolutamente imposible. Si la mujer había tenido un hijo a principios de sus veinte, a esta altura el tipo tendría unos setenta años. Pero más que eso, puede que el cliente siempre tuviera la razón, pero de ninguna maldita manera Claire iba a prostituirse para conservar a un cliente.
—Señorita Leeds, no creo que…
—Lo conocerá. Y usted le gustará.
Claire adoptó su tono de voz más diplomático, el que era ultra—tranquilo y ultra—razonable.
—Estoy segura que es un hombre maravilloso, pero constituiría un conflicto de intereses.
—Ustedes se conocerán… y a él le gustará.
Antes de que Claire pudiera intentar otra táctica, regresó Fletcher empujando un gran carrito con suficiente plata como para calificar como exposición de Tiffany.
—¿Debo servirlo ahora, señorita Leeds?
—Después de los documentos, por favor. —La señorita Leeds sacó una mano venosa, con las uñas perfectamente limadas y pintadas de rosa. Tal vez Fletcher también tenía un título del instituto de belleza—. Claire, ¿me haría el favor de leerlos?
Las modificaciones no eran complicadas ni tampoco la aceptación de la señorita Leeds… lo que hizo que sintiera que había viajado en vano. Mientras la frágil mano se enroscaba alrededor de la Montblanc de Claire y trazaba una temblorosa aproximación a «Eliza Merchant Castile Leeds» en la última línea, Claire intentó no pensar en las cuatro horas de tiempo de trabajo perdido ni en el hecho de que no soportaba consentir a la gente.
Claire certificó la firma, Fletcher firmó como testigo, y luego los documentos volvieron al portafolio.
La señorita Leeds tosió un poco.
—Gracias por conducir todo el camino hasta aquí. Sé que es una molestia y verdaderamente lo aprecio.
Claire miró a la mujer que yacía entre el mar de espumoso encaje blanco.
Este es un lecho de muerte, pensó. Y el Grim Reaper está cerca. Golpeteando impacientemente con el pie y comprobando su reloj.
Era difícil no sentirse como una canalla. Joder, se había recibido de rígida hija de puta profesional preocupándose por la pérdida de un par de horas de trabajo cuando parecía que a la señorita Leeds le quedaban tan pocas de vida.
—Fue un placer.
—Ahora, el té —dijo la señorita Leeds.
Fletcher empujó el carrito de metal acercándolo a la butaca y sirvió algo que olía como Earl Grey en una taza de porcelana.
—¿Azucar, madam? —preguntó.
—Sí, gracias. —Odiaba el té, pero el añadido de azúcar haría que pudiera tragarlo. Cuando Fletcher se lo entregó, notó que sólo había una taza—. ¿No va a tomar nada, señorita Leeds?
—Nada para mí, me temo. Son órdenes del doctor.
Claire tomó un sorbo.
—¿Qué clase de Earl Grey es éste? Sabe diferente de los que he probado antes.
—¿Le gusta?
—De hecho, sí.
Cuando terminó la taza, la señorita Leeds cerró los ojos con una expresión que extrañamente parecía de alivio y Fletcher se llevó la taza vacía.
—Bueno, creo que será mejor que me vaya, señorita Leeds.
—A mi hijo va a gustarle usted —susurró la anciana—. La está esperando.
Claire parpadeó y apeló a su tacto.
—Me temo que debo regresar a la ciudad. ¿Tal vez pueda conocerlo en otro momento?
—Él necesita conocerla ahora.
Claire volvió a parpadear y en su mente escucho el refrán de su padre: El cliente siempre tiene la razón.
—Si es tan importante para usted, yo podría… —Claire tragó con fuerza—. Yo, ah… yo podría…
La señorita Leeds sonrió levemente.
—No será tan malo para usted. Él es como su padre. Una hermosa bestia.
Claire se frotó los ojos. Había dos señoritas Leeds en la cama. En realidad, había dos camas. Entonces, ¿eso hacía que hubiera cuatro señoritas Leeds? ¿U ocho?
La señorita Leeds miró a Claire con encantadora claridad y con indiferencia algo inquietante.
—No debe tenerle miedo. Puede ser bastante afable si está de humor. No obstante, yo no intentaría huir. De todas formas él la atrapará.
—¿Qué…? —Claire sentía la boca seca y esponjosa, y cuando escuchó un ruido a su izquierda, fue como si el sonido viniera de una inmensa distancia.
Fletcher estaba sacando la bandeja de plata del carrito de metal y poniéndola sobre un escritorio. Cuando regresó al carrito, desplegó un panel secreto que tenía en la parte de abajo y la cosa se convirtió en una especie de camilla.
Claire sintió que se le aflojaban los huesos, y que luego colapsaban todos juntos. Cuando empezó a deslizarse hacia un lado de la butaca, Fletcher la levantó en brazos y la llevó hasta el carrito, tan fácilmente como había trasladado la pesada butaca.
La estaba tendiendo de espaldas cuando comenzó a fallarle la visión. Desesperada, intentó conservar la conciencia mientras la llevaba por el pasillo hacia un antiguo ascensor de bronce y cristal. Lo último que vio antes de desvanecerse fue al mayordomo presionando el botón «S» de sótano.
El ascensor se tambaleó y ella se hundió con él, cayendo en la inconsciencia.


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[1] El rápel (del francés rappel) es un sistema de descenso por cuerda utilizado en superficies verticales. Se utiliza en lugares donde el descenso de otra forma es complicado, o inseguro.
[2] Vincent Leonard Price, Jr. (27 de mayo de 1911 — 25 de octubre de 1993) fue un actor de cine estadounidense, conocido por las películas de terror de bajo presupuesto en las que trabajó durante la última etapa de su carrera.

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