sábado, 29 de mayo de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 2

Capítulo 2

Claire rodó sobre la cama, sintiendo terciopelo bajo las manos y suave algodón egipcio contra la mejilla. Frotó la cabeza arriba y abajo sobre la suave almohada, dándose cuenta que le martilleaban las sienes y que sentía algunas nauseas.
Que sueño tan extraño… la señorita Leeds y ese mayordomo. El té. El carrito. El ascensor.
Dios, le dolía la cabeza, pero ¿de dónde venía ese maravilloso aroma? Oscuras especias… como fina colonia para hombre, sólo que una que nunca había olido antes. Mientras inspiraba profundamente, su cuerpo se calentó en respuesta y recorrió la superficie de terciopelo con la palma de la mano. Se sentía como si fuera piel…
Espera un momento. No tenía nada de terciopelo en su cama.
Abrió los ojos… y se quedó mirando fijamente una vela. Que estaba sobre una mesilla de noche que no era suya.
El pánico rugió en su pecho, pero el letargo prevalecía sobre su cuerpo. Luchó intentando levantar la cabeza, y cuando finalmente lo logró, tenía la visión borrosa. En realidad no era como si tuviera alguna importancia. No podía ver más allá del superficial charco de luz que caía sobre la cama.
Una vasta y espesa oscuridad la rodeaba.
Oyó un misterioso sonido de roce. Metal contra metal. Moviéndose a su alrededor. Acercándose a ella.
Miró en dirección al ruido, abriendo la boca, un grito formándose en su garganta sólo para quedar apresado en el fondo de su lengua.
Había una enorme silueta negra al pie de la cama. Un enorme… hombre.
El terror hizo que se empapara en sudor y el disparo de adrenalina le aclaró la mente. Se extendió en busca de cualquier cosa que pudiera usar como arma. La vela, con su pesado candelabro de plata, era lo único. Trató de alcanzarla…
Una mano le apresó la muñeca.
Tontamente, intentó luchar, arrugando la colcha de terciopelo con sus pies, agitando su cuerpo. No hubo ninguna diferencia. La sujeción era como de hierro.
Y sin embargo no le hacía daño.
Una voz atravesó la densa oscuridad.
—Por favor… no te haré daño.
Las palabras fueron dichas con un largo suspiro de tristeza, y durante un momento, Claire dejó de luchar. Cuánto dolor. Cuánta soledad. Que hermosa voz masculina.
¡Despierta, Claire! ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Simpatizando con el tipo que la estaba inmovilizando?
Desnudando los dientes, trato de llegar a su pulgar, lista para morderlo y liberarse y luego darle con la rodilla dónde más le doliera. No tuvo oportunidad. Con un suave impulso, fue girada y tendida sobre su estómago y sus brazos fueron cuidadosamente sujetados en la parte baja de su espalda. Torció la cabeza hacia un lado para poder respirar y corcoveó para tratar de liberarse.
El hombre no le hizo daño. No la tocó de forma inapropiada. Simplemente la sostuvo flojamente mientras ella luchaba, y cuando finalmente quedó exhausta, la soltó inmediatamente. Mientras jadeaba, escuchó el sonido de cadenas siendo arrastradas en la oscuridad que había a su izquierda.
Cuando sus pulmones dejaron de bombear salvajemente, gruñó:
—No puede mantenerme aquí.
Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.
—Debe dejarme ir.
¿Dónde demonios estaba? Mierda… ese sueño con Fletcher había sido real. Así que debía estar en algún lugar de la propiedad Leeds.
—Va a haber gente buscándome.
Eso era mentira. Era un fin de semana largo y la mayoría de los abogados de su firma iban a llevarse el trabajo a sus casas de veraneo, por lo que si no acudía a la oficina como tenía planeado hacer no habría nadie que la echara en falta. Y si sus compañeros trataban de comunicarse con ella y se topaban con su contestador, probablemente asumieran que finalmente se había conseguido una vida y que se había tomado algo de tiempo libre por el día del trabajador.
—¿Dónde estás? —demandó, y su voz reverberó. Cuando no hubo respuesta se preguntó si no la habría dejado sola.
Extendió la mano para tomar la vela y usó su débil brillo para examinar los alrededores. La pared que había detrás del cabecero de madera labrada estaba hecha de la misma piedra color gris pálido que el frente de la mansión de los Leeds, así que eso le confirmaba dónde se encontraba. La cama en la que se encontraba estaba cubierta de terciopelo azul marino y era alta. Ella tenía puesta una bata blanca y su ropa interior.
Eso fue todo lo que pudo averiguar.
Al deslizarse por el borde del colchón, sus piernas se tambalearon, y cuando sus rodillas cedieron, cayó. La cera se derramó sobre su mano, quemándole la piel, y se magulló el tobillo contra el suelo de piedra. Contuvo el aliento y se impulsó hacia arriba agarrándose del edredón.
Tenía la cabeza mal, le dolía y estaba confundida. Sentía el estómago como si estuviera lleno de pintura plástica y chinches. Y el pánico empeoraba esos alegres problemillas.
Extendió la mano y se arrastró hacia delante, manteniendo la vela frente a ella lo más alejada posible. Cuando hizo contacto con algo, chilló y dio un salto hacia atrás… hasta que se dio cuenta de qué era el irregular diseño vertical.
Libros. Eran libros con cubiertas de cuero.
Adelantó la vela nuevamente y avanzó hacia la izquierda, tanteando con la palma de la mano. Más libros. Más… libros. Había libros por todas partes, organizados por autor. Estaba en la sección de Dickens, y a juzgar por las incrustaciones doradas de los lomos, las malditas cosas parecían primeras ediciones.
No tenían polvo, como si fueran limpiados regularmente. O leídos.
Unos incontables metros más allá, se encontró con una puerta. Subiendo y bajando la vela, intentó encontrar un pomo o un picaporte, pero no había ninguna señal en la madera antigua salvo goznes de hierro negro. En el suelo hacia la derecha había algo del tamaño de una caja de pan, pero no podía adivinar de qué se trataba.
Se enderezó y golpeó la puerta.
—¡Señorita Leeds! ¡Fletcher! —continuó gritando durante un rato y profirió un fuerte y largo alarido, esperando alarmar a alguien. Nadie acudió.
El miedo dio lugar a la furia y le dio la bienvenida a la agresividad.
Atemorizada pero cabreada al mismo tiempo, continuó tanteando el camino a su alrededor. Libros. Sólo libros. Del suelo hasta el techo, fuera lo alto que fuera. Libros, libros, libros…
Claire se detuvo y súbitamente se sintió aliviada.
—Esto es un sueño. Todo esto es simplemente un sueño.
Respiró hondo…
—De cierta forma, sí. —La profunda y resonante voz masculina hizo que girara sobre sí misma, y pegara la espalda contra los estantes.
No demuestres miedo, pensó. Cuando te enfrentes a un enemigo, no demuestres miedo.
—Déjame salir de este jodido lugar. Ahora mismo.
—Dentro de tres días.
—¿Perdón?
—Permanecerás aquí conmigo durante tres días. Y luego Madre te liberará.
—¿Madre…? —¡Éste era el hijo de la señorita Leeds!
Claire sacudió la cabeza, trozos de la conversación que había mantenido con la mujer saltaban por su mente, sin adquirir ningún sentido.
—Esta es una retención ilegal…
—Y después de tres días, no recordarás nada. Ni adónde fuiste, ni el tiempo que pasaste aquí. Ni a mí. Nada perdurará de esta experiencia.
Dios… su voz era hipnótica. Tan triste. Tan suave y tan grave…
Las cadenas se arrastraron por el suelo, el sonido haciéndose más alto, recordándole que debía temerle.
—No te me acerques.
—Lo siento. No puedo esperar.
Corrió hacia atrás en busca de la puerta y golpeó la madera, sus movimientos inestables y frenéticos salpicaban cera por todas partes. Cuando la llama de la vela se extinguió, tiró el candelabro de plata y cuando repiqueteó alejándose, golpeó ambos puños contra los sólidos paneles.
Las cadenas se acercaron; él la alcanzó. Aterrada al punto de la locura, Claire arañó la puerta y sus uñas dejaron largos rasguños.
Dos manos cubrieron las de ella, deteniéndola. Oh, Dios, estaba sobre ella. Justo detrás de ella.
—¡Déjame salir!
—No te haré daño —dijo quedamente, dulcemente—. No te haré daño… —continuó hablándole, palabra tras palabra tras palabra hasta que cayó en una especie de trance.
Cuando su aroma le llenó la nariz sintió que le cosquilleaba el cuerpo. Él era la fuente del enigmático y picante aroma, la deliciosa fragancia que encerraba todo lo masculino, lo poderoso y lo sensual. Su centro se agitó, se tensó, se humedeció…
Horrorizada por su reacción, trató de apartarse de un tirón.
—No me toques.
—Quédate quieta. —Su voz estaba justo en su oído—. No tomaré mucho esta primera vez y no debes preocuparte. Te irás de aquí con tu virtud intacta. No puedo yacer contigo.
No debería confiar en él. Debería estar aterrorizada. En cambio, sus manos suaves, su voz tranquila y profunda y el aroma sensual que emanaba calmaban sus temores. Y probablemente eso era lo que más le asustaba.
La soltó y una de sus manos fue hacia su cabello. Le sacó los pasadores uno por uno hasta que cayó sobre sus hombros.
—Qué hermoso —susurró.
Sabía que debía salir disparada. Pero en realidad no deseaba apartarse de él.
—Está oscuro. Cómo puedes saber qué aspecto tiene…
—Te veo perfectamente.
—Yo no veo nada.
—Es mejor así.
¿Sería feo? ¿Estaría malformado? ¿Sería deforme? Y si lo era, ¿acaso importaría en realidad? Sabía que no. Lo tomaría sin importar el aspecto que tuviera. Aunque, Jesús Bendito… ¿Por qué?
—Siento apresurar esto —dijo bruscamente—. Necesito sólo lo suficiente como para calmarme.
Sintió un siseo y que le apartaban el cabello hacia un costado. Dos afiladas, y ardientes puntas se hundieron en su cuello, el dolor fue una dulce embestida. Cuando arqueó la espalda y jadeó, los brazos de él la rodearon rápidamente y la apretaron contra un enorme cuerpo masculino.
Él gimió y comenzó a chupar.
Su sangre… él estaba… bebiendo su sangre. Y oh, Dios, se sentía genial.
Por primera vez en su vida, Claire se desmayó.
Cuando se despertó, estaba en la cama, entre las sábanas, aún envuelta en la bata. La penetrante oscuridad la hacía gimotear de una forma de la que nunca se hubiera creído capaz, pero no había nada que la equilibrara, ninguna realidad a la que aferrarse. Sentía que se estaba ahogando en un denso y aceitoso mar, sus pulmones refrenados por lo que no podía ver.
La ansiedad activaba todo tipo de conexiones en su mente y comenzó a sudar frío. Iba a volverse loca…
Una vela llameó cerca de ella, iluminando la mesilla de noche y una bandeja de plata con comida. Un momento después se encendió otra al otro lado de la enorme cama. Y otra ubicada en lo alto de los estantes que estaba al lado de la puerta. Y otra en lo que parecía ser un cuarto de baño. Y…
Una a una fueron apareciendo, encendidas por nadie. Lo que debería haberla asustado, pero estaba demasiado desesperada por ver como para que le importara un pepino cómo se encendían las luces.
La habitación era mucho más grande de lo que había esperado, y el suelo, paredes y techo eran de la misma piedra gris. La única pieza de mobiliario aparte de la cama era un escritorio del tamaño de una mesa de banquetes. Su suave y lustrosa superficie estaba cubierta con papeles blancos y con altas pilas de libros encuadernados en cuero negro. Detrás del cual había una silla con aspecto de trono, dispuesta hacia un lado como si alguien hubiera estado sentado en ella y se hubiera levantado rápidamente.
¿Dónde estaba el hombre?
Sus ojos fueron hacia el único rincón oscuro. Y supo que estaba allí. Observándola. Esperando.
Claire recordó la sensación de él presionado contra su espalda y se llevó la mano al cuello. Sintió… nada. Bueno, casi nada. Había dos bultitos casi imperceptibles. Como si la mordida hubiera ocurrido semanas y semanas atrás.
—¿Qué me has hecho? —demandó. Aunque ya lo sabía. Y oh, Dios… las implicaciones eran horribles.
—Discúlpame. —Su hermosa voz sonaba tensa—. Lamento lo que debo tomar de una inocente. Pero necesito alimentarme o moriré y no tengo otra opción. No se me permite dejar mis aposentos.
La visión de Claire se tomó un pequeño descanso y luego regresó con un tablero de ajedrez superpuesto… el tipo de cosa que te sucede cuando estás a punto de desmayarte. Santa… mierda.
Pasó un largo rato antes de que pudiera pensar coherentemente y el vacío cognoscitivo estuvo lleno de visiones de Hollywood: el no muerto, pálido y malvado… vampiro.
Su cuerpo tembló tan violentamente que provocó que le castañetearan los dientes y se enroscó sobre sí misma, llevándose las rodillas al pecho. Cuando comenzó a mecerse, tuvo un pensamiento disgregado de que nunca había estado tan aterrorizada en su vida.
Esto era una pesadilla. Ya fuera que estuviera soñando o no, esto era una absoluta pesadilla.
—¿Me has infectado? —preguntó.
—Si estás… te refieres a, ¿si te he convertido en lo que soy yo? No. No para nada. No.
Alimentada por la necesidad de huir, salió volando de la cama y se dirigió velozmente en línea recta hacia la puerta. No llegó muy lejos. La habitación flotó en círculos a su alrededor y se tropezó con sus propios pies. Estirando la mano hacia delante, evitó la caída agarrándose de los libros.
Él también la agarró, fue tan rápido que pareció que se había desmaterializado desde el lugar en dónde había estado. Con manos cuidadosas la sostuvo solamente con la fuerza estrictamente necesaria.
—Debes comer.
Se sostuvo del estante y notó sin razón aparente que estaba frente a la colección completa de George Elliot. Quizás ese era el motivo de que hablara como si fuera de la época victoriana. Había estado leyendo libros del siglo diecinueve durante todo el tiempo que había estado allí, fuera la cantidad de tiempo que fuera.
—Por favor —imploró la hermosa voz—. Debes comer...
—Tengo que ir al baño. —Miró a través de la habitación hacia un enclave de mármol—. Dime que allí dentro hay un sanitario.
—Sí. Te darás cuenta que no tiene puertas, pero yo desviaré los ojos.
—Tú haz precisamente eso.
Claire se liberó de él y caminó tambaleándose, demasiado conmocionada, débil y aterrorizada como para preocuparse por la privacidad. Y además si hubiera querido aprovecharse de ella podría haberlo hecho un sinnúmero de veces en ese tiempo. Y además su sentido del honor estaba grabado en el timbre de su voz. Si decía que no iba a mirar, no lo haría.
Pero, Claire eres una idiota. ¿Por qué demonios debería creer en alguien a quién no conocía? ¿En alguien con el que estaba encerrada?
Aunque tal vez eso formaba parte del motivo. Evidentemente él también estaba preso allí.
A no ser que estuviera mintiendo.
El cuarto de baño estaba embaldosado de mármol color crema del suelo hasta el techo y había una bañera antigua con pies en forma de garra y un lavabo con pedestal. No fue hasta que hubo tirado de la cisterna y fue a lavarse las manos que se percató de que no había espejo.
Se enjuagó el rostro y se lo secó con una toalla blanca que sacó de una pila. Luego puso las manos ahuecadas debajo del chorro de agua y bebió. Su estómago se asentó un poco y estaba dispuesta a apostar que un poco de comida le sentaría aún mejor, pero no iba a ingerir nada que le ofrecieran. Ya había hecho eso con la taza de té y mira dónde demonios había terminado.
De regreso en el dormitorio, miró fijamente el rincón oscurecido.
—Deseo ver tu rostro. Ahora.
No representaba un riesgo adicional. Ya sabía que estaba en la propiedad Leeds y sabía quién era él… el hijo de la señorita Leeds. Tenía suficiente información sobre ellos como para saber que si iban a matarla para evitar que los identificara, ya tenían suficientes motivos para hacerlo.
—Me mostrarás tu rostro. Ahora.
Hubo un largo silencio. Luego oyó las cadenas y él salió a la luz.
Claire jadeó, su mano aleteó hacia su boca. Era tan hermoso como su voz, tan hermoso como su aroma, tan hermoso como un ángel… y no parecía tener más de treinta años.
Su estructura de 1,98 metros de altura estaba envuelta en una bata de seda roja que caía hasta el suelo y estaba atada con un cinto bordado. Su cabello era negro como la noche y lo llevaba apartado del rostro, cayendo en grandes ondas hasta… Dios, probablemente hasta la parte baja de su espalda. Y su rostro… la perfección del mismo era asombrosa, con la mandíbula cuadrada, los labios gruesos, y la nariz recta era el epítome de la magnificencia masculina.
Sin embargo no podía verle los ojos. Los tenía bajos, mirando el suelo.
—Dios… mío —susurró—. Eres irreal.
Volvió a meterse en las sombras.
—Por favor, come. Tendré que… acudir a ti nuevamente. Pronto.
Claire se lo imaginó mordiéndola… chupando de su cuello… tragando lo que llevaba en las venas. Y tuvo que recordarse a sí misma que era una violación. Y que era una prisionera contra su voluntad y que estaba siendo usada por… un monstruo.
Bajó la vista. Parte de la cadena que se desplazaba con él todavía estaba a la luz. Era gruesa como su muñeca y supuso que estaría cerrada sobre su tobillo.
Definitivamente, él también era un prisionero.
—¿Por qué estás encadenado aquí abajo?
—Soy un peligro para otras personas. Ahora, come. Te lo ruego.
—¿Quién te mantiene así?
Sólo hubo silencio. Luego:
—La comida. Debes comer la comida.
—Lo siento. No voy a tocar eso.
—No le han puesto nada.
—Eso fue lo que pensé del Earl Grey de tu madre.
Las cadenas sonaron cuando él regresó a la luz.
Sí, estaban fijas a su tobillo. El izquierdo.
Atravesó la habitación, manteniéndose lo más lejos posible de ella y sin mirarla. Su andar era flexible y gracioso como el de un animal, sus hombros se balanceaban mientras sus piernas lo llevaban sobre el suelo de piedra. El poder que emanaba era… aterrador. Y erótico. Y triste.
Era como una bestia magnífica en un zoológico.
Se sentó donde ella había estado recostada y extendió la mano hacia la bandeja de plata que tenía la comida. Levantando la tapa de la bandeja, la dejó a un lado sobre la mesa y ella pudo oler el maravilloso aroma del romero y el limón. Desenrolló una servilleta de lino, tomó un pesado tenedor de plata y probó el cordero, el arroz y las judías. Luego se limpió la boca con los bordes de la tela de damasco, limpió el tenedor y puso la tapa de vuelta en su lugar.
Apoyó las manos en las rodillas, manteniendo la cabeza baja. Su cabello era magnífico, tan espeso y brillante, derramándose sobre sus hombros, las puntas rizadas acariciando el edredón de terciopelo y sus muslos. En realidad, los rizos eran de dos colores, de un rojo vino y de un negro tan intenso que parecía azul.
Nunca antes había visto esa combinación de colores. Al menos no saliendo naturalmente de la cabeza de alguien. Y estaba completamente segura que su endemoniada madre no le enviaba una esteticista todos los meses a retocarle las raíces.
—Esperaremos —dijo—. Y podrás ver que no han manipulado la comida.
Lo miró fijamente. Aunque era enorme, era tan tranquilo, reservado y humilde que no le tenía miedo. Por supuesto, que la parte lógica de su cerebro le recordaba que debería estar aterrada. Pero luego pensaba en la forma en que la había dominado sin lastimarla la primera vez que había despertado. Y en el hecho de que él parecía tenerle miedo a ella.
Salvo que luego miró la cadena y se dijo a si misma que debía darle la razón al tren de pensamientos de su cerebro. Esa cosa estaba allí por alguna razón.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó.
Sus cejas bajaron.
Dios, la luz que se derramaba sobre su rostro lo hacía parecer algo definitivamente etéreo. Y aún así la estructura de sus huesos era bien masculina, firme e inflexible.
—Dímelo.
—No tengo uno —dijo.
—¿Qué quieres decir con que no tienes un nombre? ¿Cómo te dice la gente?
—Fletcher no me llama de ninguna forma. Madre suele llamarme Hijo. Así que supongo que ese es mi nombre. Hijo.
—Hijo.
Se frotó los muslos de arriba abajo, con las palmas de las manos y la seda roja de su bata fluctuó con ellas.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí abajo?
—¿En qué año estamos? —Cuando se lo dijo, respondió—: cincuenta y seis años.
A ella se le cortó la respiración.
—¿Tienes cincuenta y seis años?
—No. Me trajeron aquí abajo cuando tenía doce.
—Señor querido… —Bien, evidentemente tenían diferentes expectativas de vida—. ¿Por qué te pusieron en esta celda?
—Mi naturaleza comenzó a imponerse. Madre dijo que de esta forma sería más seguro para todo el mundo.
—¿Has estado aquí abajo todo este tiempo? —Debía estar volviéndose loco, pensó. No podía imaginar estar sola durante décadas. No era de extrañar que no quisiera mirarla a los ojos. No estaba acostumbrado a interactuar con nadie—. ¿Aquí abajo, solo?
—Tengo mis libros. Y mis ilustraciones. No estoy solo. Además, aquí estoy a salvo del sol.
La voz de Claire se endureció cuando recordó a la agradable, pequeña y anciana señorita Leeds drogándola y tirándola allí abajo en la celda con él.
—¿Cada cuánto te trae mujeres?
—Una vez al año.
—¿Qué, como una especie de regalo de cumpleaños?
—Es lo máximo que puedo estar antes de que mi hambre se vuelva demasiado intensa. Si espero más, me vuelvo… difícil de manejar. —Su voz era imposiblemente baja. Estaba avergonzado.
Claire podía sentir que se estaba enfadando ferozmente, el arrebato floreció y subió por la piel de su garganta. Joder, cuando la señorita Leeds había hablado de su hijo en el dormitorio no había estado haciendo de casamentera de amable corazón. La mujer había visto a Claire como comida y a su hijo como a un animal.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre?
—El día que me dejó aquí abajo.
Dios, tener doce años y ser encerrado y dejado…
—¿Comerás ahora? —le preguntó—. Puedes ver que estoy ileso.
El estómago le rugió.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Sólo durante la cena. Así que no mucho. Habrá dos desayunos, un almuerzo y una cena más y luego serás libre.
Ella miró a su alrededor y vio que no había relojes. Así que se había adaptado a saber la hora por las comidas. Jesús… Bendito.
—¿Quieres mostrarme tus ojos? —le preguntó, dando un paso hacia él—. Por favor.
Se puso de pie, una fuerza prominente envuelta en seda roja.
—Te dejaré para que comas.
Pasó a su lado, con la cabeza girada en otra dirección y la cadena arrastrándose por el suelo. Cuando llegó al escritorio, giró la silla de forma que quedara de espaldas a ella y se sentó. Levantando un lápiz de artista, puso la mano sobre un trozo de papel blanco y grueso. Un momento después, el grafito comenzó a acariciar la página. El sonido que hacía era tan suave como la respiración de un niño.
Claire lo miró fijamente y tomó una decisión. Luego miró la comida por encima de su hombro. Tenía que comer. Si iba a sacarlos a ambos de allí, iba a necesitar su fuerza.

miércoles, 26 de mayo de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/SINOPSIS


SINOPSIS:


Claire Stroughton es una hermosa abogada que preferiría pasar la noche con un expediente legal que con el hombre de sus sueños. Entonces una reunión con uno de sus clientes se vuelve peligrosa ­—y profundamente sensual— cuando es hecha prisionera por un magnífico hombre con un hambre descomunal.

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 1

Capítulo 1


Claire Stroughton tomó su taza sin levantar la vista del borrador del testamento que había redactado y estaba revisando.
—Odio cuando haces eso.
Claire miró al otro lado de su oficina hacia su asistente ejecutiva.
—¿Cuándo hago qué?
—Esa rutina de misil teledirigido por el calor buscando tu café.
—Mi taza y yo tenemos una relación muy estrecha.
Martha empujó sus gafas subiéndolas más sobre su nariz.
—Entonces me alegro de que tenga tapa. Si no sales ahora, vas a llegar tarde a tu cita de las cinco.
Claire se levantó y se puso la chaqueta de su traje.
—¿Qué tan mal ando de tiempo?
—Son las dos y veintinueve. Conducir hasta Caldwell te llevará un mínimo de dos horas y más con este tráfico, tu coche te está esperando en la puerta delantera. La llamada por conferencia con Londres está programada para dentro de dieciséis… quince minutos. ¿Qué tipo de limpieza quieres que haga antes del fin de semana largo?
—He analizado los documentos de la fusión de Technitron y no me siento para nada impresionada. —Claire le pasó una pila de papeles lo suficientemente grande como para ser usada como tope de puertas—. Mándasela por courier a 50 Wall ahora. Quiero tener una reunión con el Consejo opositor a las siete de la mañana. La mañana del martes. Que ellos vengan aquí. Antes de irme ¿Te debo algo?
—No, pero podrías decirme algo. ¿Qué tipo de sádico fija una reunión con su abogado a las cinco de la tarde del viernes del fin de semana previo al día del trabajador?
—El cliente siempre tiene la razón. Y la cuestión del sadismo está en el ojo de quién lo mira. —Claire metió el testamento en un portafolios y luego recogió su bolso Birkin. Mientras paseaba la vista por su espaciosa oficina, intentó enfocarse en el trabajo que tenía pensado hacer durante el fin de semana—. ¿De qué me estoy olvidando?
—La pastilla.
—Cierto, cierto. —Claire usó lo que le quedaba en la taza para zamparse el medicamento que había estado tomando durante los últimos diez días. Mientras lanzaba la botella naranja a la papelera, se dio cuenta que desde el domingo no estornudaba ni tosía. Evidentemente la pócima había funcionado.
Malditos aviones. Eran estanques de gérmenes con alas.
—Acompáñame. —De camino al ascensor Claire le dio un par más de órdenes respecto a la organización, saludando todo el tiempo a alguno de los doscientos y pico abogados y personal administrativo que trabajaba en Williams, Nance & Stroughton. Martha se mantenía a la par a pesar de la carga de papel que llevaba en los brazos, pero en definitiva eso era lo sensacional respecto a esa mujer. Sin importar cómo, siempre se podía contar con ella.
Cuando llegaron a la hilera de ascensores, Claire presionó el botón para bajar.
—Bueno, creo que eso es todo. Que tengas un buen fin de semana.
—Tú también. Trata de descansar un poco, ¿quieres?
Claire entró en el ascensor con paneles de caoba.
—No puedo. El martes tenemos a Technitron. Me voy a pasar la mayor parte del fin de semana aquí.
Cuatro minutos después estaba en su Mercedes avanzando lentamente en el tráfico de Manhattan, tratando de salir de la ciudad. Once minutos después, le estaban traspasando una llamada con Londres.
La llamada por conferencia duró cincuenta y tres minutos y menos mal que debido al tráfico básicamente era igual a estar en un estacionamiento porque la reunión virtual no fue bien. Lo cual era bastante habitual. Las fusiones y las adquisiciones de compañías millonarias nunca eran sencillas y no eran adecuadas para los débiles de corazón. Su padre le había enseñado eso.
De todas formas, fue un alivio cortar y concentrarse en conducir. Probablemente Caldwell, Nueva York, estuviera a sólo ciento sesenta kilómetros del centro, pero Martha tenía razón. El tráfico era una putada. Aparentemente todo el mundo estaba tratando de salir de la Gran Manzana y todos estaban utilizando la misma carretera que Claire.
Normalmente, no se hubiera tomado la molestia de conducir para ver a un cliente en su domicilio particular, pero la señorita Leeds era un caso especial por un montón de razones y no era como si la mujer pudiera acudir a su oficina fácilmente. Tenía ¿cuántos? ¿Ya habría cumplido los noventa y un años?
Cristo, tal vez era aún mayor. El padre de Claire había sido el abogado de la mujer desde siempre y después de su muerte, ocurrida dos años atrás, Claire había heredado a la señorita Leeds junto con el resto del patrimonio en la sociedad familiar. Cuando había ocupado su lugar en la mesa de los socios, se había convertido en la primera mujer en la historia de Williams, Nance & Stroughton en sentarse en la sala de juntas, pero se había ganado ese derecho, a pesar de lo que dijera el testamento de Walter Stroughton. Era una fantástica abogada de Abogados F&A. Superada por muy, pero muy pocas personas.
La señorita Leeds era su único cliente de bienes e inversiones, y lo mismo le había ocurrido a su padre. La anciana tenía una fortuna cercana a los doscientos millones de dólares, gracias a los intereses que tenía su familia en diversas compañías, todas las cuales eran representadas por WN&S. Estas participaciones eran el corazón de la relación. La señorita Leeds creía en continuar con lo que le era conocido y su familia había estado con la firma desde su comienzo en 1911. Así que ahí lo tenías. Y una estrella del rock de F&A estaba haciendo B&I para una CAA.
O en idioma humano: una especialista en Fusiones y Adquisiciones estaba haciendo un trabajo de Bienes e Inversiones para una Candidata al Asilo de Ancianos.
Creedlo o no, el algebra de la interacción era un plus. El testamento y los bienes que había en él eran medianamente sencillos de manejar una vez que te habías familiarizado con ellos y en comparación con la mayoría de los clientes corporativos de Claire, era fácil tratar con la señorita Leeds. Además la mujer era buena para los negocios cuando se trataba de ese testamento suyo. Revisaba los planteamientos que había en el mismo de igual forma que otras personas practicaban jardinería, y a un precio de seiscientos cincuenta dólares por hora de Claire, las horas facturables sumaban. La señorita Leeds estaba constantemente revisando la porción para caridad de su patrimonio, cultivando aquella sección, recortando y replanteando las caridades cada vez que cambiaba de opinión. Claire había gestionado las últimas dos modificaciones por teléfono, así que cuando esta vez la señorita Leeds le pidió una entrevista personal, tenía todas las razones para hacerle una rápida visita.
Si tenía suerte sería rápida.
Claire había ido sólo una vez a la propiedad Leeds, para presentarse a sí misma después de la muerte de su padre. La reunión había salido bien. Evidentemente la señorita Leeds había visto fotos de Claire a través de su padre y había aprobado el «porte elegante» de Claire.
Lo cual era un chiste. Aunque era cierto que la vestimenta hacía al hombre y a la mujer, y el guardarropa de Claire estaba lleno de trajes conservadores con faldas por debajo de la rodilla, eso era simplemente una cobertura superficial. Tenía la cabeza de su padre para los negocios y también su veta de agresividad. Podía parecer una dama desde el moño hasta sus juiciosos tacones, pero en el interior era una asesina.
La mayoría de la gente captaba su verdadera naturaleza unos dos minutos después de conocerla y no sólo porque fuera castaña. Pero era bueno que la señorita Leeds estuviera engañada. Era de la vieja escuela y por lo tanto formaba parte de una generación dónde las mujeres decorosas no trabajaban en nada y mucho menos eran abogadas en Manhattan. Francamente, a Claire le había sorprendido que la señorita Leeds no hubiera acudido a uno de los otros socios, pero ambas se llevaban bien la mayor parte del tiempo. Hasta ahora, el único inconveniente en la relación había ocurrido durante el primer encuentro cara a cara cuando la mujer le había preguntado a Claire si estaba casada.
Claire definitivamente no estaba casada. Nunca lo había estado, no le interesaba estarlo, no gracias. Lo último que necesitaba era algún hombre con derecho a opinar acerca de si se quedaba hasta muy tarde en la firma, o si trabajaba demasiado o acerca de dónde deberían vivir o lo que iban a cenar esa noche. No obstante Eliza Leeds era obviamente de la opinión de que se-te-definía-por-el-tipo-de-pantalones-que-tenías-a-tu-lado. Por lo que Claire se había preparado mientras le explicaba que, no, que ella no tenía marido.
La señorita Leeds había parecido desanimada, pero luego se había repuesto y había pasado rápidamente a la pregunta de si tenía novio. La respuesta fue la misma. Claire no tenía ni quería uno de esos, y no, tampoco tenía mascotas. Se había producido un largo silencio. Luego la mujer había sonreído, hecho un breve comentario más o menos en las líneas de «Dios, como han cambiado las cosas», y allí habían quedado el asunto. Al menos por ese momento.
Cada vez que la señorita Leeds llamaba a la oficina, preguntaba si Claire había encontrado algún hombre agradable. Lo cual estaba bien. Que se diera el gusto. Eran de diferentes generaciones. Y la mujer aceptaba los no con elegancia… tal vez debido a que ella misma nunca se había casado. Evidentemente tenía una vena romántica no satisfecha o algo así.
Si Claire era honesta, todo el asunto de las relaciones le aburría. No, no odiaba a los hombres. No, el matrimonio de sus padres no había sido disfuncional. No, de hecho su padre había sido una figura masculina de lo más comprensiva. No había habido ningún fin de relación problemático, ningún problema de autoestima, ninguna patología, ninguna historia de abuso. Era inteligente, amaba su trabajo y estaba agradecida por la vida que tenía. Era sólo que todo el asunto de la casa y el hogar era adecuado para otras personas. ¿En conclusión? Respetaba completamente a las mujeres que se convertían en esposas y madres pero no les envidiaba la carga de asumir el cuidado de los demás. Y en la mañana de Navidad no sentía un agujero en el corazón debido a que estaba sola. Y no necesitaba partidos de futbol ni dibujos en el refrigerador ni regalos hechos a mano para sentirse realizada. Y el día de San Valentín y el día de la Madre eran simplemente dos hojas más en el calendario.
Lo que amaba era la batalla en la sala de juntas. Las negociaciones. Los intrincados recovecos de la ley. La responsabilidad energizante de representar los intereses de una corporación de diez billones de dólares… ya fuera comprando a alguien o despojándolo de sus activos o despidiendo a un Consejero Delegado por tener gastos personales ilícitos por cifras de ocho dígitos.
Todas esas cosas eran su fuerza motriz y, estaba en la cumbre de su carrera y a los treinta y pocos estaba en una muy buena posición en la vida. El único problema que tenía era con las personas que no entendían a una mujer como ella. Era un caso típico de doble estándar. Los hombres podían pasarse la vida entera dedicados a su trabajo y eran vistos como buenos proveedores, no como tías solteronas y antisociales con problemas en la intimidad. ¿Por qué las mujeres no podían ser vistas de la misma forma?
Cuando finalmente apareció el puente de Caldwell, Claire ya estaba lista para llevar a cabo la entrevista, dirigirse de regreso a su apartamento de Park Avenue, y comenzar a prepararse para el enfrentamiento del martes con Tech-nitron. Demonios, tal vez hasta tendría suficiente tiempo como para regresar a la oficina.
La propiedad Leeds consistía en cuatro hectáreas de tierra trabajada, cuatro edificios anexos, y un muro que si querías escalar tendrías que tener equipo de rápel[1] y el fuerte torso de un entrenador personal. La mansión era una enorme pila de roca ubicada en una elevación, un ostentoso despliegue de nuevo rico erigida durante el período de Renacimiento Gótico de 1890. A Claire le parecía como algo por lo cual Vincent Price[2] hubiera pagado impuestos.
Condujo por la entrada para coches circular, aparcó frente a la entrada digna de una catedral y puso su móvil en vibrador. Tomando su bolso, se acercó a la casa pensando que debería llevar una cruz en una mano y una daga en la otra. Hombre, si tuviera la riqueza de los Leeds, viviría en algún lugar un poquito menos lúgubre. Digamos que en un mausoleo.
Un lado de las puertas dobles se abrió antes de que llegara al llamador con forma de cabeza de león. El mayordomo de la familia Leeds, que tendría unos ciento ocho, hizo una reverencia.
—Buenas tardes, señorita Stroughton. Si no es molestia podría decirme si dejó las llaves en el coche.
¿Su nombre era Fletcher? Sí, eso era. Y a la señorita Leeds le gustaba que lo llamara por su nombre.
—No, Fletcher.
—¿Quizás querría entregármelas? En caso que deba mover su coche. —Cuando ella frunció el ceño, dijo en voz baja—, Me temo que la señorita Leeds no está muy bien. Si debo llamar a la ambulancia…
—Siento oír eso. Está enferma o… —Claire dejó que la pregunta se desvaneciera mientras le entregaba las llaves.
—Está muy débil. Por favor, acompáñeme.
Fletcher caminaba con ese tipo de lenta dignidad que esperarías de un hombre vestido con el uniforme formal del mayordomo británico. Y encajaba muy bien con la decoración. La casa estaba amueblada al estilo de las viejas familias adineradas, las habitaciones estaban atestadas con capas y más capas de obras de arte coleccionadas durante generaciones. La mezcolanza invalorable de pinturas y esculturas dignas de estar en museos era de diferentes períodos, pero fluía toda junta. Sin embargo qué trabajo de mantenimiento. Sacarle el polvo a esas cosas sería como cortar ocho hectáreas de césped con una cortadora manual… ni bien terminabas, debías comenzar otra vez.
Ella y Fletcher subieron las imponentes escaleras en curva hacia el segundo piso y caminaron por el pasillo. A ambos lados, colgados de paredes de seda roja, había retratos de varios Leeds, sus pálidos rostros brillaban sobre fondos oscuros y sus ojos bidimensionales te perseguían. El aire olía a cera de limón y madera antigua.
Cuando llegaron al final del pasillo, Fletcher golpeó una puerta tallada. Cuando se oyó un débil saludo, abrió ampliamente el panel.
La señorita Leeds estaba apoyada en una cama del tamaño de una casa, viéndose tan pequeña como una niña, y tan frágil como una hoja de papel. Había encaje blanco por todas partes, brotando del dosel, colgando hasta el suelo alrededor del colchón y cubriendo las ventanas. Era una escena invernal completa con carámbanos y bancos de nieve, salvo por el hecho de que no hacía frío.
—Gracias por venir, Claire. —La voz de la señorita Leeds era frágil al punto de parecer un susurro—. Disculpe que no pueda recibirla apropiadamente.
—Esto está perfectamente bien. —Claire se acercó de puntillas, temerosa de hacer ruido o movimientos bruscos—. ¿Cómo se siente?
—Mejor que ayer. Tal vez me haya contagiado la gripe.
—Anda por todos lados, pero me alegro que esté mejorando. —Claire pensó que no sería de ayuda mencionar el hecho de que ella había tenido que tomar antibióticos para curarse de algo parecido—. De todas formas, seré rápida así puede seguir descansando.
—Pero debe quedarse a tomar el té. ¿Se quedará verdad?
Fletcher intervino.
—¿Traigo el té?
—Por favor, Claire. Acompáñeme a tomar el té.
Infiernos. Deseaba regresar.
El cliente siempre tiene la razón. El cliente siempre tiene la razón.
—Pero por supuesto.
—Bien. Fletcher, traiga el té y sírvalo cuando terminemos con mis documentos. —La señorita Leeds sonrió y cerró los ojos—. Claire, puede sentarse junto a mí. Fletcher le traerá una silla.
Fletcher no tenía aspecto de poder cargar ni siquiera un banquillo, mucho menos algo en lo que ella pudiera sentarse.
—Está bien —dijo Claire—. Yo traeré una…
Sin siquiera tomar aliento, el mayordomo levantó fácilmente una antigua butaca, que tenía el aspecto de pesar tanto como un Buick.
Guau. Evidentemente era el mayordomo biónico.
—Ah… gracias.
—Madam estará cómoda aquí.
Si, y tal vez madam lo conduzca a casa si su coche no arrancara.
Cuando Fletcher se fue, Claire puso el trasero en el trono y miró a su cliente. Los ojos de la anciana seguían cerrados.
—Señorita Leeds… ¿Está segura que no desea que le deje el testamento? Puede revisarlo en su tiempo libre y yo puedo volver a certificar su firma.
Hubo un largo silencio durante el cual se preguntó si la mujer se habría quedado dormida. O, Dios no lo permita…
—¿Señorita Leeds?
Los labios pálidos, apenas se movieron.
—¿Ya tiene un caballero que la visite?
—Perdón…, er, no.
—Usted es tan adorable, sabe. —La señorita Leeds abrió los ojos acuosos y giró la cabeza en la almohada—. Me gustaría que conociera a mi hijo.
—¿Disculpe? —¿la señorita Leeds tenía un hijo?
—La he sorprendido. —La sonrisa que estiraba la piel delgada era triste—. Si. Soy… madre. Todo sucedió hace largo tiempo y en secreto… tanto el hecho como el parto. Lo mantuvimos todo en secreto. Mi padre insistió y tuvo razón al hacerlo. Esa fue la razón por la cual nunca me casé. ¿Cómo podía?
Santa… mierda. En aquel entonces, cuando fuera, las mujeres no tenían hijos fuera del matrimonio. El escándalo hubiera sido tremendo para una familia tan prominente como los Leeds. Y… bueno, esa debía ser la razón por la cual la señorita Leeds nunca había hecho mención alguna de su hijo en el testamento. Le dejaba el grueso de su patrimonio a Fletcher porque las viejas costumbres eran difíciles de olvidar.
—Usted le gustará a mi hijo.
Bien, eso era absolutamente imposible. Si la mujer había tenido un hijo a principios de sus veinte, a esta altura el tipo tendría unos setenta años. Pero más que eso, puede que el cliente siempre tuviera la razón, pero de ninguna maldita manera Claire iba a prostituirse para conservar a un cliente.
—Señorita Leeds, no creo que…
—Lo conocerá. Y usted le gustará.
Claire adoptó su tono de voz más diplomático, el que era ultra—tranquilo y ultra—razonable.
—Estoy segura que es un hombre maravilloso, pero constituiría un conflicto de intereses.
—Ustedes se conocerán… y a él le gustará.
Antes de que Claire pudiera intentar otra táctica, regresó Fletcher empujando un gran carrito con suficiente plata como para calificar como exposición de Tiffany.
—¿Debo servirlo ahora, señorita Leeds?
—Después de los documentos, por favor. —La señorita Leeds sacó una mano venosa, con las uñas perfectamente limadas y pintadas de rosa. Tal vez Fletcher también tenía un título del instituto de belleza—. Claire, ¿me haría el favor de leerlos?
Las modificaciones no eran complicadas ni tampoco la aceptación de la señorita Leeds… lo que hizo que sintiera que había viajado en vano. Mientras la frágil mano se enroscaba alrededor de la Montblanc de Claire y trazaba una temblorosa aproximación a «Eliza Merchant Castile Leeds» en la última línea, Claire intentó no pensar en las cuatro horas de tiempo de trabajo perdido ni en el hecho de que no soportaba consentir a la gente.
Claire certificó la firma, Fletcher firmó como testigo, y luego los documentos volvieron al portafolio.
La señorita Leeds tosió un poco.
—Gracias por conducir todo el camino hasta aquí. Sé que es una molestia y verdaderamente lo aprecio.
Claire miró a la mujer que yacía entre el mar de espumoso encaje blanco.
Este es un lecho de muerte, pensó. Y el Grim Reaper está cerca. Golpeteando impacientemente con el pie y comprobando su reloj.
Era difícil no sentirse como una canalla. Joder, se había recibido de rígida hija de puta profesional preocupándose por la pérdida de un par de horas de trabajo cuando parecía que a la señorita Leeds le quedaban tan pocas de vida.
—Fue un placer.
—Ahora, el té —dijo la señorita Leeds.
Fletcher empujó el carrito de metal acercándolo a la butaca y sirvió algo que olía como Earl Grey en una taza de porcelana.
—¿Azucar, madam? —preguntó.
—Sí, gracias. —Odiaba el té, pero el añadido de azúcar haría que pudiera tragarlo. Cuando Fletcher se lo entregó, notó que sólo había una taza—. ¿No va a tomar nada, señorita Leeds?
—Nada para mí, me temo. Son órdenes del doctor.
Claire tomó un sorbo.
—¿Qué clase de Earl Grey es éste? Sabe diferente de los que he probado antes.
—¿Le gusta?
—De hecho, sí.
Cuando terminó la taza, la señorita Leeds cerró los ojos con una expresión que extrañamente parecía de alivio y Fletcher se llevó la taza vacía.
—Bueno, creo que será mejor que me vaya, señorita Leeds.
—A mi hijo va a gustarle usted —susurró la anciana—. La está esperando.
Claire parpadeó y apeló a su tacto.
—Me temo que debo regresar a la ciudad. ¿Tal vez pueda conocerlo en otro momento?
—Él necesita conocerla ahora.
Claire volvió a parpadear y en su mente escucho el refrán de su padre: El cliente siempre tiene la razón.
—Si es tan importante para usted, yo podría… —Claire tragó con fuerza—. Yo, ah… yo podría…
La señorita Leeds sonrió levemente.
—No será tan malo para usted. Él es como su padre. Una hermosa bestia.
Claire se frotó los ojos. Había dos señoritas Leeds en la cama. En realidad, había dos camas. Entonces, ¿eso hacía que hubiera cuatro señoritas Leeds? ¿U ocho?
La señorita Leeds miró a Claire con encantadora claridad y con indiferencia algo inquietante.
—No debe tenerle miedo. Puede ser bastante afable si está de humor. No obstante, yo no intentaría huir. De todas formas él la atrapará.
—¿Qué…? —Claire sentía la boca seca y esponjosa, y cuando escuchó un ruido a su izquierda, fue como si el sonido viniera de una inmensa distancia.
Fletcher estaba sacando la bandeja de plata del carrito de metal y poniéndola sobre un escritorio. Cuando regresó al carrito, desplegó un panel secreto que tenía en la parte de abajo y la cosa se convirtió en una especie de camilla.
Claire sintió que se le aflojaban los huesos, y que luego colapsaban todos juntos. Cuando empezó a deslizarse hacia un lado de la butaca, Fletcher la levantó en brazos y la llevó hasta el carrito, tan fácilmente como había trasladado la pesada butaca.
La estaba tendiendo de espaldas cuando comenzó a fallarle la visión. Desesperada, intentó conservar la conciencia mientras la llevaba por el pasillo hacia un antiguo ascensor de bronce y cristal. Lo último que vio antes de desvanecerse fue al mayordomo presionando el botón «S» de sótano.
El ascensor se tambaleó y ella se hundió con él, cayendo en la inconsciencia.


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[1] El rápel (del francés rappel) es un sistema de descenso por cuerda utilizado en superficies verticales. Se utiliza en lugares donde el descenso de otra forma es complicado, o inseguro.
[2] Vincent Leonard Price, Jr. (27 de mayo de 1911 — 25 de octubre de 1993) fue un actor de cine estadounidense, conocido por las películas de terror de bajo presupuesto en las que trabajó durante la última etapa de su carrera.