sábado, 29 de mayo de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 2

Capítulo 2

Claire rodó sobre la cama, sintiendo terciopelo bajo las manos y suave algodón egipcio contra la mejilla. Frotó la cabeza arriba y abajo sobre la suave almohada, dándose cuenta que le martilleaban las sienes y que sentía algunas nauseas.
Que sueño tan extraño… la señorita Leeds y ese mayordomo. El té. El carrito. El ascensor.
Dios, le dolía la cabeza, pero ¿de dónde venía ese maravilloso aroma? Oscuras especias… como fina colonia para hombre, sólo que una que nunca había olido antes. Mientras inspiraba profundamente, su cuerpo se calentó en respuesta y recorrió la superficie de terciopelo con la palma de la mano. Se sentía como si fuera piel…
Espera un momento. No tenía nada de terciopelo en su cama.
Abrió los ojos… y se quedó mirando fijamente una vela. Que estaba sobre una mesilla de noche que no era suya.
El pánico rugió en su pecho, pero el letargo prevalecía sobre su cuerpo. Luchó intentando levantar la cabeza, y cuando finalmente lo logró, tenía la visión borrosa. En realidad no era como si tuviera alguna importancia. No podía ver más allá del superficial charco de luz que caía sobre la cama.
Una vasta y espesa oscuridad la rodeaba.
Oyó un misterioso sonido de roce. Metal contra metal. Moviéndose a su alrededor. Acercándose a ella.
Miró en dirección al ruido, abriendo la boca, un grito formándose en su garganta sólo para quedar apresado en el fondo de su lengua.
Había una enorme silueta negra al pie de la cama. Un enorme… hombre.
El terror hizo que se empapara en sudor y el disparo de adrenalina le aclaró la mente. Se extendió en busca de cualquier cosa que pudiera usar como arma. La vela, con su pesado candelabro de plata, era lo único. Trató de alcanzarla…
Una mano le apresó la muñeca.
Tontamente, intentó luchar, arrugando la colcha de terciopelo con sus pies, agitando su cuerpo. No hubo ninguna diferencia. La sujeción era como de hierro.
Y sin embargo no le hacía daño.
Una voz atravesó la densa oscuridad.
—Por favor… no te haré daño.
Las palabras fueron dichas con un largo suspiro de tristeza, y durante un momento, Claire dejó de luchar. Cuánto dolor. Cuánta soledad. Que hermosa voz masculina.
¡Despierta, Claire! ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Simpatizando con el tipo que la estaba inmovilizando?
Desnudando los dientes, trato de llegar a su pulgar, lista para morderlo y liberarse y luego darle con la rodilla dónde más le doliera. No tuvo oportunidad. Con un suave impulso, fue girada y tendida sobre su estómago y sus brazos fueron cuidadosamente sujetados en la parte baja de su espalda. Torció la cabeza hacia un lado para poder respirar y corcoveó para tratar de liberarse.
El hombre no le hizo daño. No la tocó de forma inapropiada. Simplemente la sostuvo flojamente mientras ella luchaba, y cuando finalmente quedó exhausta, la soltó inmediatamente. Mientras jadeaba, escuchó el sonido de cadenas siendo arrastradas en la oscuridad que había a su izquierda.
Cuando sus pulmones dejaron de bombear salvajemente, gruñó:
—No puede mantenerme aquí.
Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.
—Debe dejarme ir.
¿Dónde demonios estaba? Mierda… ese sueño con Fletcher había sido real. Así que debía estar en algún lugar de la propiedad Leeds.
—Va a haber gente buscándome.
Eso era mentira. Era un fin de semana largo y la mayoría de los abogados de su firma iban a llevarse el trabajo a sus casas de veraneo, por lo que si no acudía a la oficina como tenía planeado hacer no habría nadie que la echara en falta. Y si sus compañeros trataban de comunicarse con ella y se topaban con su contestador, probablemente asumieran que finalmente se había conseguido una vida y que se había tomado algo de tiempo libre por el día del trabajador.
—¿Dónde estás? —demandó, y su voz reverberó. Cuando no hubo respuesta se preguntó si no la habría dejado sola.
Extendió la mano para tomar la vela y usó su débil brillo para examinar los alrededores. La pared que había detrás del cabecero de madera labrada estaba hecha de la misma piedra color gris pálido que el frente de la mansión de los Leeds, así que eso le confirmaba dónde se encontraba. La cama en la que se encontraba estaba cubierta de terciopelo azul marino y era alta. Ella tenía puesta una bata blanca y su ropa interior.
Eso fue todo lo que pudo averiguar.
Al deslizarse por el borde del colchón, sus piernas se tambalearon, y cuando sus rodillas cedieron, cayó. La cera se derramó sobre su mano, quemándole la piel, y se magulló el tobillo contra el suelo de piedra. Contuvo el aliento y se impulsó hacia arriba agarrándose del edredón.
Tenía la cabeza mal, le dolía y estaba confundida. Sentía el estómago como si estuviera lleno de pintura plástica y chinches. Y el pánico empeoraba esos alegres problemillas.
Extendió la mano y se arrastró hacia delante, manteniendo la vela frente a ella lo más alejada posible. Cuando hizo contacto con algo, chilló y dio un salto hacia atrás… hasta que se dio cuenta de qué era el irregular diseño vertical.
Libros. Eran libros con cubiertas de cuero.
Adelantó la vela nuevamente y avanzó hacia la izquierda, tanteando con la palma de la mano. Más libros. Más… libros. Había libros por todas partes, organizados por autor. Estaba en la sección de Dickens, y a juzgar por las incrustaciones doradas de los lomos, las malditas cosas parecían primeras ediciones.
No tenían polvo, como si fueran limpiados regularmente. O leídos.
Unos incontables metros más allá, se encontró con una puerta. Subiendo y bajando la vela, intentó encontrar un pomo o un picaporte, pero no había ninguna señal en la madera antigua salvo goznes de hierro negro. En el suelo hacia la derecha había algo del tamaño de una caja de pan, pero no podía adivinar de qué se trataba.
Se enderezó y golpeó la puerta.
—¡Señorita Leeds! ¡Fletcher! —continuó gritando durante un rato y profirió un fuerte y largo alarido, esperando alarmar a alguien. Nadie acudió.
El miedo dio lugar a la furia y le dio la bienvenida a la agresividad.
Atemorizada pero cabreada al mismo tiempo, continuó tanteando el camino a su alrededor. Libros. Sólo libros. Del suelo hasta el techo, fuera lo alto que fuera. Libros, libros, libros…
Claire se detuvo y súbitamente se sintió aliviada.
—Esto es un sueño. Todo esto es simplemente un sueño.
Respiró hondo…
—De cierta forma, sí. —La profunda y resonante voz masculina hizo que girara sobre sí misma, y pegara la espalda contra los estantes.
No demuestres miedo, pensó. Cuando te enfrentes a un enemigo, no demuestres miedo.
—Déjame salir de este jodido lugar. Ahora mismo.
—Dentro de tres días.
—¿Perdón?
—Permanecerás aquí conmigo durante tres días. Y luego Madre te liberará.
—¿Madre…? —¡Éste era el hijo de la señorita Leeds!
Claire sacudió la cabeza, trozos de la conversación que había mantenido con la mujer saltaban por su mente, sin adquirir ningún sentido.
—Esta es una retención ilegal…
—Y después de tres días, no recordarás nada. Ni adónde fuiste, ni el tiempo que pasaste aquí. Ni a mí. Nada perdurará de esta experiencia.
Dios… su voz era hipnótica. Tan triste. Tan suave y tan grave…
Las cadenas se arrastraron por el suelo, el sonido haciéndose más alto, recordándole que debía temerle.
—No te me acerques.
—Lo siento. No puedo esperar.
Corrió hacia atrás en busca de la puerta y golpeó la madera, sus movimientos inestables y frenéticos salpicaban cera por todas partes. Cuando la llama de la vela se extinguió, tiró el candelabro de plata y cuando repiqueteó alejándose, golpeó ambos puños contra los sólidos paneles.
Las cadenas se acercaron; él la alcanzó. Aterrada al punto de la locura, Claire arañó la puerta y sus uñas dejaron largos rasguños.
Dos manos cubrieron las de ella, deteniéndola. Oh, Dios, estaba sobre ella. Justo detrás de ella.
—¡Déjame salir!
—No te haré daño —dijo quedamente, dulcemente—. No te haré daño… —continuó hablándole, palabra tras palabra tras palabra hasta que cayó en una especie de trance.
Cuando su aroma le llenó la nariz sintió que le cosquilleaba el cuerpo. Él era la fuente del enigmático y picante aroma, la deliciosa fragancia que encerraba todo lo masculino, lo poderoso y lo sensual. Su centro se agitó, se tensó, se humedeció…
Horrorizada por su reacción, trató de apartarse de un tirón.
—No me toques.
—Quédate quieta. —Su voz estaba justo en su oído—. No tomaré mucho esta primera vez y no debes preocuparte. Te irás de aquí con tu virtud intacta. No puedo yacer contigo.
No debería confiar en él. Debería estar aterrorizada. En cambio, sus manos suaves, su voz tranquila y profunda y el aroma sensual que emanaba calmaban sus temores. Y probablemente eso era lo que más le asustaba.
La soltó y una de sus manos fue hacia su cabello. Le sacó los pasadores uno por uno hasta que cayó sobre sus hombros.
—Qué hermoso —susurró.
Sabía que debía salir disparada. Pero en realidad no deseaba apartarse de él.
—Está oscuro. Cómo puedes saber qué aspecto tiene…
—Te veo perfectamente.
—Yo no veo nada.
—Es mejor así.
¿Sería feo? ¿Estaría malformado? ¿Sería deforme? Y si lo era, ¿acaso importaría en realidad? Sabía que no. Lo tomaría sin importar el aspecto que tuviera. Aunque, Jesús Bendito… ¿Por qué?
—Siento apresurar esto —dijo bruscamente—. Necesito sólo lo suficiente como para calmarme.
Sintió un siseo y que le apartaban el cabello hacia un costado. Dos afiladas, y ardientes puntas se hundieron en su cuello, el dolor fue una dulce embestida. Cuando arqueó la espalda y jadeó, los brazos de él la rodearon rápidamente y la apretaron contra un enorme cuerpo masculino.
Él gimió y comenzó a chupar.
Su sangre… él estaba… bebiendo su sangre. Y oh, Dios, se sentía genial.
Por primera vez en su vida, Claire se desmayó.
Cuando se despertó, estaba en la cama, entre las sábanas, aún envuelta en la bata. La penetrante oscuridad la hacía gimotear de una forma de la que nunca se hubiera creído capaz, pero no había nada que la equilibrara, ninguna realidad a la que aferrarse. Sentía que se estaba ahogando en un denso y aceitoso mar, sus pulmones refrenados por lo que no podía ver.
La ansiedad activaba todo tipo de conexiones en su mente y comenzó a sudar frío. Iba a volverse loca…
Una vela llameó cerca de ella, iluminando la mesilla de noche y una bandeja de plata con comida. Un momento después se encendió otra al otro lado de la enorme cama. Y otra ubicada en lo alto de los estantes que estaba al lado de la puerta. Y otra en lo que parecía ser un cuarto de baño. Y…
Una a una fueron apareciendo, encendidas por nadie. Lo que debería haberla asustado, pero estaba demasiado desesperada por ver como para que le importara un pepino cómo se encendían las luces.
La habitación era mucho más grande de lo que había esperado, y el suelo, paredes y techo eran de la misma piedra gris. La única pieza de mobiliario aparte de la cama era un escritorio del tamaño de una mesa de banquetes. Su suave y lustrosa superficie estaba cubierta con papeles blancos y con altas pilas de libros encuadernados en cuero negro. Detrás del cual había una silla con aspecto de trono, dispuesta hacia un lado como si alguien hubiera estado sentado en ella y se hubiera levantado rápidamente.
¿Dónde estaba el hombre?
Sus ojos fueron hacia el único rincón oscuro. Y supo que estaba allí. Observándola. Esperando.
Claire recordó la sensación de él presionado contra su espalda y se llevó la mano al cuello. Sintió… nada. Bueno, casi nada. Había dos bultitos casi imperceptibles. Como si la mordida hubiera ocurrido semanas y semanas atrás.
—¿Qué me has hecho? —demandó. Aunque ya lo sabía. Y oh, Dios… las implicaciones eran horribles.
—Discúlpame. —Su hermosa voz sonaba tensa—. Lamento lo que debo tomar de una inocente. Pero necesito alimentarme o moriré y no tengo otra opción. No se me permite dejar mis aposentos.
La visión de Claire se tomó un pequeño descanso y luego regresó con un tablero de ajedrez superpuesto… el tipo de cosa que te sucede cuando estás a punto de desmayarte. Santa… mierda.
Pasó un largo rato antes de que pudiera pensar coherentemente y el vacío cognoscitivo estuvo lleno de visiones de Hollywood: el no muerto, pálido y malvado… vampiro.
Su cuerpo tembló tan violentamente que provocó que le castañetearan los dientes y se enroscó sobre sí misma, llevándose las rodillas al pecho. Cuando comenzó a mecerse, tuvo un pensamiento disgregado de que nunca había estado tan aterrorizada en su vida.
Esto era una pesadilla. Ya fuera que estuviera soñando o no, esto era una absoluta pesadilla.
—¿Me has infectado? —preguntó.
—Si estás… te refieres a, ¿si te he convertido en lo que soy yo? No. No para nada. No.
Alimentada por la necesidad de huir, salió volando de la cama y se dirigió velozmente en línea recta hacia la puerta. No llegó muy lejos. La habitación flotó en círculos a su alrededor y se tropezó con sus propios pies. Estirando la mano hacia delante, evitó la caída agarrándose de los libros.
Él también la agarró, fue tan rápido que pareció que se había desmaterializado desde el lugar en dónde había estado. Con manos cuidadosas la sostuvo solamente con la fuerza estrictamente necesaria.
—Debes comer.
Se sostuvo del estante y notó sin razón aparente que estaba frente a la colección completa de George Elliot. Quizás ese era el motivo de que hablara como si fuera de la época victoriana. Había estado leyendo libros del siglo diecinueve durante todo el tiempo que había estado allí, fuera la cantidad de tiempo que fuera.
—Por favor —imploró la hermosa voz—. Debes comer...
—Tengo que ir al baño. —Miró a través de la habitación hacia un enclave de mármol—. Dime que allí dentro hay un sanitario.
—Sí. Te darás cuenta que no tiene puertas, pero yo desviaré los ojos.
—Tú haz precisamente eso.
Claire se liberó de él y caminó tambaleándose, demasiado conmocionada, débil y aterrorizada como para preocuparse por la privacidad. Y además si hubiera querido aprovecharse de ella podría haberlo hecho un sinnúmero de veces en ese tiempo. Y además su sentido del honor estaba grabado en el timbre de su voz. Si decía que no iba a mirar, no lo haría.
Pero, Claire eres una idiota. ¿Por qué demonios debería creer en alguien a quién no conocía? ¿En alguien con el que estaba encerrada?
Aunque tal vez eso formaba parte del motivo. Evidentemente él también estaba preso allí.
A no ser que estuviera mintiendo.
El cuarto de baño estaba embaldosado de mármol color crema del suelo hasta el techo y había una bañera antigua con pies en forma de garra y un lavabo con pedestal. No fue hasta que hubo tirado de la cisterna y fue a lavarse las manos que se percató de que no había espejo.
Se enjuagó el rostro y se lo secó con una toalla blanca que sacó de una pila. Luego puso las manos ahuecadas debajo del chorro de agua y bebió. Su estómago se asentó un poco y estaba dispuesta a apostar que un poco de comida le sentaría aún mejor, pero no iba a ingerir nada que le ofrecieran. Ya había hecho eso con la taza de té y mira dónde demonios había terminado.
De regreso en el dormitorio, miró fijamente el rincón oscurecido.
—Deseo ver tu rostro. Ahora.
No representaba un riesgo adicional. Ya sabía que estaba en la propiedad Leeds y sabía quién era él… el hijo de la señorita Leeds. Tenía suficiente información sobre ellos como para saber que si iban a matarla para evitar que los identificara, ya tenían suficientes motivos para hacerlo.
—Me mostrarás tu rostro. Ahora.
Hubo un largo silencio. Luego oyó las cadenas y él salió a la luz.
Claire jadeó, su mano aleteó hacia su boca. Era tan hermoso como su voz, tan hermoso como su aroma, tan hermoso como un ángel… y no parecía tener más de treinta años.
Su estructura de 1,98 metros de altura estaba envuelta en una bata de seda roja que caía hasta el suelo y estaba atada con un cinto bordado. Su cabello era negro como la noche y lo llevaba apartado del rostro, cayendo en grandes ondas hasta… Dios, probablemente hasta la parte baja de su espalda. Y su rostro… la perfección del mismo era asombrosa, con la mandíbula cuadrada, los labios gruesos, y la nariz recta era el epítome de la magnificencia masculina.
Sin embargo no podía verle los ojos. Los tenía bajos, mirando el suelo.
—Dios… mío —susurró—. Eres irreal.
Volvió a meterse en las sombras.
—Por favor, come. Tendré que… acudir a ti nuevamente. Pronto.
Claire se lo imaginó mordiéndola… chupando de su cuello… tragando lo que llevaba en las venas. Y tuvo que recordarse a sí misma que era una violación. Y que era una prisionera contra su voluntad y que estaba siendo usada por… un monstruo.
Bajó la vista. Parte de la cadena que se desplazaba con él todavía estaba a la luz. Era gruesa como su muñeca y supuso que estaría cerrada sobre su tobillo.
Definitivamente, él también era un prisionero.
—¿Por qué estás encadenado aquí abajo?
—Soy un peligro para otras personas. Ahora, come. Te lo ruego.
—¿Quién te mantiene así?
Sólo hubo silencio. Luego:
—La comida. Debes comer la comida.
—Lo siento. No voy a tocar eso.
—No le han puesto nada.
—Eso fue lo que pensé del Earl Grey de tu madre.
Las cadenas sonaron cuando él regresó a la luz.
Sí, estaban fijas a su tobillo. El izquierdo.
Atravesó la habitación, manteniéndose lo más lejos posible de ella y sin mirarla. Su andar era flexible y gracioso como el de un animal, sus hombros se balanceaban mientras sus piernas lo llevaban sobre el suelo de piedra. El poder que emanaba era… aterrador. Y erótico. Y triste.
Era como una bestia magnífica en un zoológico.
Se sentó donde ella había estado recostada y extendió la mano hacia la bandeja de plata que tenía la comida. Levantando la tapa de la bandeja, la dejó a un lado sobre la mesa y ella pudo oler el maravilloso aroma del romero y el limón. Desenrolló una servilleta de lino, tomó un pesado tenedor de plata y probó el cordero, el arroz y las judías. Luego se limpió la boca con los bordes de la tela de damasco, limpió el tenedor y puso la tapa de vuelta en su lugar.
Apoyó las manos en las rodillas, manteniendo la cabeza baja. Su cabello era magnífico, tan espeso y brillante, derramándose sobre sus hombros, las puntas rizadas acariciando el edredón de terciopelo y sus muslos. En realidad, los rizos eran de dos colores, de un rojo vino y de un negro tan intenso que parecía azul.
Nunca antes había visto esa combinación de colores. Al menos no saliendo naturalmente de la cabeza de alguien. Y estaba completamente segura que su endemoniada madre no le enviaba una esteticista todos los meses a retocarle las raíces.
—Esperaremos —dijo—. Y podrás ver que no han manipulado la comida.
Lo miró fijamente. Aunque era enorme, era tan tranquilo, reservado y humilde que no le tenía miedo. Por supuesto, que la parte lógica de su cerebro le recordaba que debería estar aterrada. Pero luego pensaba en la forma en que la había dominado sin lastimarla la primera vez que había despertado. Y en el hecho de que él parecía tenerle miedo a ella.
Salvo que luego miró la cadena y se dijo a si misma que debía darle la razón al tren de pensamientos de su cerebro. Esa cosa estaba allí por alguna razón.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó.
Sus cejas bajaron.
Dios, la luz que se derramaba sobre su rostro lo hacía parecer algo definitivamente etéreo. Y aún así la estructura de sus huesos era bien masculina, firme e inflexible.
—Dímelo.
—No tengo uno —dijo.
—¿Qué quieres decir con que no tienes un nombre? ¿Cómo te dice la gente?
—Fletcher no me llama de ninguna forma. Madre suele llamarme Hijo. Así que supongo que ese es mi nombre. Hijo.
—Hijo.
Se frotó los muslos de arriba abajo, con las palmas de las manos y la seda roja de su bata fluctuó con ellas.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí abajo?
—¿En qué año estamos? —Cuando se lo dijo, respondió—: cincuenta y seis años.
A ella se le cortó la respiración.
—¿Tienes cincuenta y seis años?
—No. Me trajeron aquí abajo cuando tenía doce.
—Señor querido… —Bien, evidentemente tenían diferentes expectativas de vida—. ¿Por qué te pusieron en esta celda?
—Mi naturaleza comenzó a imponerse. Madre dijo que de esta forma sería más seguro para todo el mundo.
—¿Has estado aquí abajo todo este tiempo? —Debía estar volviéndose loco, pensó. No podía imaginar estar sola durante décadas. No era de extrañar que no quisiera mirarla a los ojos. No estaba acostumbrado a interactuar con nadie—. ¿Aquí abajo, solo?
—Tengo mis libros. Y mis ilustraciones. No estoy solo. Además, aquí estoy a salvo del sol.
La voz de Claire se endureció cuando recordó a la agradable, pequeña y anciana señorita Leeds drogándola y tirándola allí abajo en la celda con él.
—¿Cada cuánto te trae mujeres?
—Una vez al año.
—¿Qué, como una especie de regalo de cumpleaños?
—Es lo máximo que puedo estar antes de que mi hambre se vuelva demasiado intensa. Si espero más, me vuelvo… difícil de manejar. —Su voz era imposiblemente baja. Estaba avergonzado.
Claire podía sentir que se estaba enfadando ferozmente, el arrebato floreció y subió por la piel de su garganta. Joder, cuando la señorita Leeds había hablado de su hijo en el dormitorio no había estado haciendo de casamentera de amable corazón. La mujer había visto a Claire como comida y a su hijo como a un animal.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre?
—El día que me dejó aquí abajo.
Dios, tener doce años y ser encerrado y dejado…
—¿Comerás ahora? —le preguntó—. Puedes ver que estoy ileso.
El estómago le rugió.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Sólo durante la cena. Así que no mucho. Habrá dos desayunos, un almuerzo y una cena más y luego serás libre.
Ella miró a su alrededor y vio que no había relojes. Así que se había adaptado a saber la hora por las comidas. Jesús… Bendito.
—¿Quieres mostrarme tus ojos? —le preguntó, dando un paso hacia él—. Por favor.
Se puso de pie, una fuerza prominente envuelta en seda roja.
—Te dejaré para que comas.
Pasó a su lado, con la cabeza girada en otra dirección y la cadena arrastrándose por el suelo. Cuando llegó al escritorio, giró la silla de forma que quedara de espaldas a ella y se sentó. Levantando un lápiz de artista, puso la mano sobre un trozo de papel blanco y grueso. Un momento después, el grafito comenzó a acariciar la página. El sonido que hacía era tan suave como la respiración de un niño.
Claire lo miró fijamente y tomó una decisión. Luego miró la comida por encima de su hombro. Tenía que comer. Si iba a sacarlos a ambos de allí, iba a necesitar su fuerza.

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