jueves, 26 de mayo de 2011

AMANTE CONSAGRADO/CAPITULO 1 2 3

Capítulo 1

El hechicero había regresado.
Phury cerró los ojos y dejó que su cabeza cayera hacia atrás, hasta apoyarla contra la cabecera de la cama. Ah, demonios, qué es lo que estaba diciendo. El hechicero nunca se había ido.
Compañero, a veces me cabreas, dijo lentamente la tenebrosa voz dentro de su cabeza. En verdad lo haces. ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos?
Todo lo que habían pasado juntos… eso era muy cierto.
El hechicero era la causa de la apremiante necesidad de humo rojo que sufría, siempre en su cabeza, siempre machacando acerca de lo que no había hecho, lo que debería haber hecho, lo que podría haber hecho mejor.
Debería. Sería. Podría.
Bonita rima. Su realidad era la misma que la de los espectros del anillo del Señor de los Anillos; lo llevaba hacia el humo rojo con la misma seguridad que si el bastardo le atara las cuatro patas como a un animal y lo tirara en la parte trasera de un coche.
En realidad, macho, serías más bien el parachoques delantero.
Exactamente.
En su mente, el hechicero aparecía con la forma de un espectro del anillo de pie en medio de un vasto páramo gris lleno de cráneos y huesos. Con su peculiar acento británico, el bastardo se aseguraba que Phury nunca olvidara sus errores, la contundente letanía lo inducía a encender uno tras otro, sólo para evitar meterse en el armario donde guardaba las armas y tragarse el plomo de una calibre cuarenta.
No lo salvaste. No los salvaste. La maldición cayó sobre ellos por culpa tuya. Es tu culpa… es tu culpa…
Phury tomó otro porro y lo prendió con el encendedor de oro.
Era lo que en el Antiguo País llamaban el exhile dhoble.
El segundo gemelo. El gemelo malvado.
Nacido tres minutos después de Zsadist, el nacimiento con vida de Phury había llevado la maldición de la inestabilidad a su familia. Dos hijos nobles, ambos respirando, era demasiada buena fortuna, y ciertamente se había restablecido el equilibrio: a los pocos meses, su gemelo había sido apartado de la familia, vendido como esclavo, y durante un siglo, habían abusado de él de todas las formas posibles.
Gracias a la perra viciosa que había sido su ama, Zsadist llevaba cicatrices en el rostro, la espalda, las muñecas y el cuello. Y cicatrices aún peores por dentro.
Phury abrió los ojos. Rescatar el cuerpo físico de su hermano no había sido suficiente; se había necesitado del milagro que era Bella para resucitar el alma de Z, y ahora ella estaba en peligro. Si la perdían…
Entonces todo volvería al lugar adecuado y el balance permanecería intacto para la siguiente generación, dijo el hechicero. ¿Honestamente, crees que tu gemelo acabaría con la bendición que representa un niño nacido vivo? Tú debes tener hijos más allá de cualquier límite. Él no debe tener ninguno. Esa es la forma en que funciona el equilibrio.
Oh, y también tomaré a su shellan, ¿ya te mencioné eso?
Phury agarró el mando a distancia y puso «Che Gelida Manina».
No funcionó. Al hechicero le gustaba Puccini. El espectro del anillo sencillamente comenzó a danzar alrededor del campo de esqueletos, aplastando con sus botas lo que encontraba bajo sus pies, sus pesados brazos oscilaban con elegancia, sus ropas negras y rasgadas semejaban la crin echada hacia atrás de la regia cabeza de un semental. Frente a un vasto horizonte de un ruin color gris, el hechicero danzaba y reía.
Tan. Malditamente. Jodido.
Sin mirar, Phury estiró el brazo hacia la mesita de noche para tomar la bolsita de humo rojo y sus papeles de enrollar. No tenía necesidad de medir la distancia. Este conejo sabía bien donde estaban sus zanahorias.
Mientras el hechicero voceaba La Bohème, Phury enrolló dos porros gorditos para poder fumar sin interrupciones, fluidamente, y también fumaba mientras preparaba los refuerzos. Al exhalar, lo que salía de sus labios olía a café y chocolate, pero con tal de embotar al hechicero, igualmente hubiera seguido utilizando la cosa aunque se hubiera sentido como basura ardiente bajo su nariz.
Demonios, estaba llegando al punto en que encender un jodido basurero, le hubiera parecido bien e incluso estupendo, si con eso lograba algo de paz.
No puedo creer que no valores más nuestra relación, dijo el hechicero.
Phury se concentró en el dibujo que tenía en el regazo, en el que había estado trabajando durante la última media hora. Después de echarle un rápido vistazo para orientarse, hundió la punta de la pluma en el frasco de plata pura que tenía apoyado contra la cadera para mantenerlo equilibrado. El estanque de tinta que había dentro parecía la sangre de sus enemigos, emitía el mismo denso y aceitoso brillo. Sin embargo en el papel, era de un rojo profundo tirando a marrón y, no de un vil color negro.
Nunca usaría el color negro para retratar a alguien que amaba. Traía mala suerte.
Además, esa tinta color sangre era precisamente el color de los reflejos que tenía Bella en su cabello color caoba. Así que iba a juego con el tema.
Cuidadosamente, Phury sombreó la extensión de su perfecta nariz, entrecruzando las finas trazas de la pluma hasta obtener la densidad adecuada.
El dibujo a tinta era muy parecido a la vida misma: un error, y todo quedaba arruinado.
Maldita fuera. El ojo de Bella no estaba del todo bien nivelado.
Torciendo el antebrazo para no arrastrar la muñeca por encima de la tinta fresca que acababa de poner, trató de corregir el error, dándole forma al párpado inferior de forma que la curva del mismo estuviera más en ángulo. Sus trazos marcaron delicadamente la hoja de papel Crane. Pero el ojo aún no funcionaba.
Sí, estaba mal, y él debería saberlo, considerando cuanto tiempo había pasado dibujándola una y otra vez durante los últimos ocho meses.
El hechicero hizo una pausa en medio de un mid-plié y señaló que esa frecuente rutina de la pluma-y-la-tinta era un asunto de mierda. Dibujar a la shellan embarazada de tu gemelo. Honestamente.
Sólo un perfecto y jodido bastardo se obsesionaría con una hembra que ha sido tomada por su gemelo. Y aún así, tú lo hiciste. Debes sentirte muy orgulloso de ti mismo, compañero.
Sí, el hechicero siempre tenía ese acento británico por alguna razón.
Phury dio otra calada e inclinó la cabeza hacia un lado para ver si un cambio de perspectiva ayudaba. Nop. Aún no estaba bien. Y a decir verdad, tampoco lo estaba el cabello. Por alguna razón había dibujado a Bella con su largo y oscuro cabello recogido en un moño, con mechones sueltos haciéndole cosquillas en las mejillas. Ella siempre lo usaba suelto.
Daba igual. De todas formas, era más que adorable, y el resto de su rostro estaba como habitualmente lo retrataba: su mirada amorosa dirigida hacia la derecha, sus pestañas delineadas, su mirada delatando una combinación de calidez y devoción.
Zsadist se sentaba a su derecha en las comidas. De forma que la mano que utilizaba para pelear estuviera libre.
Phury nunca la dibujaba mirándolo a él. Lo cual tenía sentido. Tampoco en la vida real, atraía su mirada. Estaba enamorada de su gemelo, y no habría cambiado eso, ni por todo el anhelo que sentía por ella.
El área del dibujo iba desde la parte alta del moño hasta los hombros. Nunca dibujaba su vientre de embarazada. Nunca se dibujaba a las mujeres embarazadas del esternón hacia abajo. Eso también era mala suerte. Al igual que un recordatorio de lo que más temía.
Las muertes eran frecuentes en los partos.
Phury pasó la punta de los dedos por el rostro, evitando la nariz, donde la tinta aún estaba secándose. Era hermosa, incluso con el ojo que no estaba bien, y el cabello que se veía diferente, y los labios que eran menos llenos.
Éste estaba terminado. Era el momento de empezar otro.
Desplazando la mano hacia la parte inferior del dibujo, comenzó a trazar la curva de la hiedra en la curva de su hombro. Primero una hoja, luego un tallo floreciente… después más hojas, curvándose y engrosándose, cubriéndole el cuello, amontonándose contra su mandíbula, esparciéndose hasta su boca, extendiéndose sobre sus mejillas.
Ida y vuelta hacia el frasco de tinta. La hiedra apoderándose de ella. Hiedra cubriendo los trazos de su pluma, ocultando su corazón y el pecado que vivía en él.
Lo más difícil para él era cubrir su nariz. Eso siempre era lo último que hacía y cuando ya no podía posponerlo por más tiempo, siempre sentía que le ardían los pulmones como si fuera él, el que se viera privado de la libertad de respirar.
Cuando la hiedra hubo cubierto la imagen, Phury hizo una pelotita con el papel y lo tiró a la papelera de bronce que había al otro lado de la habitación.
En que mes estaban ahora… ¿agosto? Sip, agosto. Lo que significaba… que todavía tenía un año de embarazo por delante, asumiendo que pudiera conservarlo. Como muchas hembras, ya estaba haciendo reposo en cama, ya que el parto prematuro era motivo de gran inquietud.
Aplastando la colilla del porro, extendió la mano para agarrar uno de los dos que acababa de hacer y se dio cuenta que ya se los había fumado.
Estirando su única pierna entera, dejó a un lado la tabla de dibujo que tenía en el regazo y volvió a agarrar su kit de supervivencia: una bolsita de plástico de humo rojo, un delgado paquete de papel de fumar, y su macizo encendedor de oro. En cuestión de un momento había enrollado uno nuevo, y mientras inhalaba la primera bocanada, sopesó su reserva.
Mierda, era escasa. Muy escasa.
Las contraventanas de hierro descubriendo las ventanas lo calmaron. La noche, en toda su oscura gloria, había caído y, su llegada le otorgaba la libertad de escapar de la mansión de la Hermandad… y la posibilidad de ir al local de su distribuidor, Rehvenge.
Moviendo la pierna que no tenía pie ni pantorrilla a través de la cama, se estiró para alcanzar la prótesis, la ajustó por debajo de la rodilla derecha, y se puso de pie. Estaba lo suficientemente aturdido como para sentir que el aire que lo rodeaba era como algo que tuviera que atravesar y para que pareciera que la ventana hacia la que se dirigía estaba a kilómetros de distancia. Pero estaba todo bien. Se sintió consolado por la habitual confusión, aliviado por la sensación de flotar mientras caminaba desnudo por la habitación.
El jardín que estaba abajo se veía resplandeciente, iluminado por el brillo que salía del conjunto de puertas ventana de la biblioteca.
Así era como se debía ver una vista trasera, pensó. Todas las flores lozanas, llenas de vida, los árboles frutales cargados con peras y manzanas, los senderos limpios, el arbusto de boj podado.
No se parecía al lugar en el que había crecido. Para nada.
Justo debajo de su ventana, las rosas de té estaban en plena floración, sus gordas corolas irisadas, se sostenían orgullosamente sobre los tallos espinosos. Las rosas trasladaron su línea de pensamiento hacia otra hembra.
Mientras Phury inhalaba otra vez, se imaginó a esa hembra, a la que tendría todo el derecho de estar dibujando… a la cual, de acuerdo a la ley y las costumbres, debería estarle haciendo mucho más que dibujarla.
La Elegida Cormia. Su primera compañera.
De cuarenta.
Hombre, ¿cómo demonios había terminado como Primale de las Elegidas?
Te lo dije, respondió el hechicero. Tendrás infinidad de hijos, todos los cuales tendrán que sufrir la alegría de tomar de ejemplo a un padre cuyo único mérito ha sido decepcionar a todos los que lo rodean.
Ok, aunque el bastardo fuera muy desagradable, ese era un punto muy difícil de discutirle. No se había emparejado con Cormia como exigía el ritual. No había regresado al Otro Lado a ver a la Directrix. No había conocido a las treinta y nueve hembras con las que se suponía que tenía que yacer y fecundar.
Phury fumó con más ímpetu, el peso de esas significativas minucias aterrizó en su cabeza, brasas ardientes arrojadas por el hechicero.
El hechicero tenía una excelente puntería. Pero a decir verdad, había tenido mucha práctica.
Bueno, en definitiva, compañero, eres un blanco fácil. Eso es todo lo que tengo que decir al respecto.
Al menos Cormia no se estaba quejando por el incumplimiento de sus deberes. No había deseado ser la primera compañera, la habían forzado a aceptar ese papel: el día del ritual, tuvieron que atarla a la cama ceremonial, extendida para su uso como un animal, absolutamente aterrorizada.
En el mismo instante que la había visto, había vuelto al modo en que venía programado por defecto, el modo de salvador absoluto. La había traído aquí, a la mansión de la Hermandad de la Daga Negra y la había puesto en un dormitorio contiguo al de él. Tradición o no, no había manera en el infierno en que él fuera a forzar a una hembra, y supuso que si se tomaban un tiempo para conocerse las cosas serían mucho más fáciles.
Sip… no. Cormia se había vuelto introvertida, mientras él estaba ocupado con el asunto diario de tratar de evitar implosionar. En los últimos cinco meses, no habían logrado estar más unidos, y no se habían acercado a una cama. Cormia raramente hablaba y sólo se asomaba para las comidas. Si salía de su habitación, era sólo para ir a la biblioteca a buscar libros.
Vestida con una túnica blanca larga, se parecía más a una sombra con olor a jazmín que algo hecho de carne y hueso.
Aunque la vergonzosa realidad era, que estaba contento con el estado actual de las cosas. Había pensado que era bien consciente del compromiso sexual que asumía cuando tomó el lugar de Vishous como Primale, pero la realidad era mucho más intimidante de lo que lo había sido el concepto. Cuarenta hembras. Cuarenta.
Cuatro-cero.
Debió haber perdido el maldito juicio cuando tomo el lugar de V. Dios sabía que su único intento de perder la virginidad no había sido demasiado feliz… y eso que había sido con una profesional. Aunque, tal vez, tratar el asunto con una prostituta podía haber sido parte del problema.
¿Pero a quién demonios más podría haber acudido? Era un ignorante célibe de doscientos años de edad. ¿Se suponía que se lanzara sobre la adorable y frágil Cormia, bombeara dentro de ella hasta correrse, y luego saliera disparado hacia el Santuario de las Elegidas e hiciera como Bill Paxton en Big Love?
¿En qué demonios había estado pensando?
Phury se puso el porro entre los labios y abrió la ventana. Cuando el denso perfume veraniego de la noche se deslizó dentro de la habitación, volvió a pensar en las rosas. Había visto a Cormia con una el otro día, una que evidentemente había tomado del ramo que Fritz siempre ponía en la salita de estar del segundo piso. Estaba de pie cerca del florero, con la rosa de un pálido color lavanda entre dos de sus largos dedos, tenía la cabeza inclinada hacia el capullo, la nariz encima del gordo pimpollo. Llevaba el cabello rubio recogido, como siempre, trenzado sobre la cabeza y, se le habían escapado unos delicados mechones que caían hacia delante y se curvaban formando un rizo natural. Justo igual que los pétalos de una rosa.
Se sobresaltó cuando lo descubrió mirándola fijamente, devolvió la rosa a su lugar, y rápidamente se fue a su dormitorio, cerrando la puerta sin hacer ni un sonido.
Sabía que no podía tenerla aquí para siempre, lejos de todo lo que le era familiar y de todo lo que ella era. Y tenían que completar la ceremonia sexual. Ese era el trato que él había hecho, y ese era el papel que ella le había dicho que sin importar cuan asustada hubiera estado en un principio, estaba lista para desempeñar.
Miró hacia su escritorio, allí había un pesado medallón de oro que era del tamaño de una gran pluma fuente. Labrado en una arcaica versión de la Antigua Lengua, era el símbolo del Primale: no sólo la llave para todos los edificios del Otro Lado, sino que también la tarjeta de presentación del macho que estaba a cargo de las Elegidas.
La fuerza de la raza, como era conocido el Primale.
El medallón había vuelto a sonar hoy, como ya lo había hecho antes. Cada vez que la Directrix lo convocaba, la cosa vibraba, y teóricamente se suponía que debía arrastrar su trasero hacia lo que debería haber sido su hogar, el Santuario. Había ignorado la convocatoria. Como había ignorado las otras dos.
No deseaba oír lo que ya sabía: cinco meses sin sellar el pacto que había hecho en la ceremonia del Primale, era abusar de la situación.
Pensó en Cormia, metida en esa habitación de huéspedes contigua a la suya, manteniéndose apartada. Sin nadie con quien hablar. Lejos de sus hermanas. Había tratado de llegar a ella, pero la ponía nerviosa como el infierno. Y era comprensible.
Dios, no tenía idea como pasaba las horas sin volverse loca. Necesitaba una amiga. Todo el mundo necesita amigos.
Sin embargo, no todo el mundo se los merece, señaló el hechicero.
Phury se volvió y se encaminó hacia la ducha. Al pasar junto a la papelera, se detuvo. Su dibujo había empezado a desenvolverse de la bola que él había formado, y entre el arrugado lío, vio la cubierta de hiedra que había añadido. Durante medio segundo, recordó lo que había debajo, recordó el cabello recogido y los mechones cayendo sobre una suave mejilla. Mechones que seguían la misma curvatura que los pétalos de una rosa.
Sacudiendo la cabeza, continuó su camino. Cormia era adorable, pero…
Desearla sería lo apropiado, terminó la oración el hechicero. Por lo que ni en un millón de años seguirías ese camino. Podría arruinar tu perfecto récord de logros.
Oh, espera, quise decir de cagadas, compañero. ¿No es así?
Phury puso Puccini a todo volumen y se metió en la ducha.



Capítulo 2

Al anochecer, cuando se levantaron las contraventanas, Cormia estaba muy ocupada.
Sentada sobre la alfombra oriental de su habitación, con las piernas cruzadas, estaba pescando en un recipiente lleno de agua, buscando guisantes. Cuando Fritz le había traído las legumbres, estaban duras como piedras, pero después de estar en remojo durante un rato se pusieron lo suficientemente blandas como para poder usarlas.
Cuando logró capturar uno, estiró la mano hacia la izquierda y tomó un palillo de una pequeña cajita blanca que decía, en letras rojas, MONDADIENTES SIMMONS, 500 TOTAL.
Tomó el guisante y lo empujó hasta el final del palillo, luego tomó otro guisante y otro palillo, e hizo lo mismo y con ellos formó un ángulo recto. Continuó haciéndolo, creando primero un cuadrado, y luego un cubo tridimensional. Satisfecha, se inclinó hacia delante y lo acopló a otra pieza igual, rematando al colocarla, la última esquina de una base de cuatro lados que formaba una estructura de aproximadamente un metro y medio de diámetro. Ahora, continuaría hacia arriba, construyendo pisos con la estructura.
Los palillos eran todos iguales, idénticos trozos de madera, y los guisantes también eran parecidos, redondos y verdes. Ambos le recordaban el lugar de donde provenía. La similitud era importante en el Santuario atemporal de las Elegidas. La similitud era lo más importante.
Aquí, en este lado, muy pocas cosas eran similares.
La primera vez que había visto palillos había sido en la planta baja, después de las comidas, cuando el Hermano Rhage y el Hermano Butch los sacaron de una fina caja de plata al salir del comedor. Una noche, cuando emprendía el camino de regreso a su habitación, sin motivo alguno, había tomado un puñado. Trató de ponerse uno en la boca, pero no le gustó el seco sabor a madera que tenía. Sin estar muy segura de qué más podía hacer con ellos, había dejado los palillos en la mesita de noche y los manipulaba para formar figuras.
Cuando Fritz, el mayordomo, entró a limpiar, notó sus maquinaciones y un rato más tarde regresó con un recipiente de guisantes sumergidos en agua tibia. Le enseñó cómo hacerlo para que el sistema funcionara. Un guisante entre dos palillos. Luego añadías otra sección y otra y otra más, y antes que te dieras cuenta tenías algo agradable a la vista.
Cuando sus diseños crecieron y se volvieron más ambiciosos, comenzó a planear con anticipación todos los ángulos e intersecciones, para así reducir los errores. También había comenzado a trabajar en el suelo, donde tenía más espacio.
Inclinándose hacia delante, inspeccionó el dibujo que había hecho antes de empezar, el que usaba para guiarse. El siguiente nivel sería de menor tamaño, lo mismo que el que iba después de ese. Luego añadiría una torre.
Pensó que sería bueno que tuviera algo de color. Pero ¿cómo introducirlo dentro de la estructura?
Ah, el color. La liberación de la vista.
Estar de este lado tenía sus desafíos, pero una cosa que amaba absolutamente eran todos los colores. En el Santuario de las Elegidas, todo era blanco: la hierba y los árboles, los templos, la comida y la bebida, los libros de oraciones.
Con sentimiento de culpa, le echó un vistazo a sus textos sagrados. Era difícil argumentar que había estado adorando a la Virgen Escriba en su pequeña catedral de guisantes y palillos.
Alimentar el ego no era el objetivo de las Elegidas. Era un sacrilegio.
Y la anterior visita de la Directrix de las Elegidas debería habérselo recordado.
Queridísima Virgen Escriba, no quería pensar en eso.
Levantándose, aguardó a que se le pasara el mareo, y luego fue hacia la ventana. Debajo estaban las rosas de té, y observó cada uno de los arbustos, examinándolos en busca de nuevos pimpollos, pétalos caídos y hojas nuevas.
Estaba pasando el tiempo. Podía darse cuenta por la forma en que cambiaban las plantas, su ciclo de floración duraba tres o cuatro días por cada flor.
Una cosa más a la que acostumbrarse. En el Otro Lado, no existía el tiempo. Había periodicidad en los rituales, las comidas y los baños, pero no existía la alternancia del día y la noche, no se medía en horas, no había cambio de estaciones. El tiempo y la existencia eran estáticos, lo mismo que el aire, la luz y el paisaje.
En este lado, había tenido que aprender que existían los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años. Para marcar el paso del tiempo se utilizaban relojes y calendarios, y había aprendido a leerlos, así como también había logrado entender los ciclos de este mundo y a la gente que había en él.
Fuera, en la terraza, divisó a un doggen. Tenía un par de tijeras de podar y un gran cesto rojo y recorría los arbustos, recortándolos para darles forma.
Pensó en los ondulados prados blancos del Santuario. Y los inmóviles árboles blancos. Y las blancas flores que siempre estaban lozanas. En el Otro Lado, todo estaba congelado en el lugar adecuado, para que no se necesitara podar ni segar, nunca se producía ningún cambio.
Aquellos que respiraban ese quieto aire estaban igualmente congelados aún cuando se movían, viviendo y aún así sin vida.
Sin embargo las Elegidas ciertamente envejecían. Y también fallecían.
Miró por encima del hombro hacia el escritorio cuyos cajones estaban vacíos. El pergamino que la Directrix había venido a entregar descansaba sobre su lustrosa superficie. La Elegida Amalya, en el desempeño de su cargo de Directrix, había sido la autora de tales cordiales saludos en honor al día de su nacimiento y había aparecido para cumplir con su deber.
Si Cormia hubiera estado en el Otro Lado, también hubiera habido una ceremonia. Aunque, por supuesto, que no para ella. El individuo cuyo nacimiento se celebraba no recibía derechos especiales, ya que en el Otro Lado no existía el yo. Solo el conjunto.
Pensar por ti mismo, pensar en tu persona, era considerado blasfemia.
Ella siempre había sido una pecadora encubierta. Siempre había tenido ideas errabundas, distracciones e impulsos. Los cuales nunca prosperaron.
Cormia levantó la mano y la puso sobre el cristal de la ventana. El vidrio a través del cual miraba era más delgado que su meñique, tan claro como el aire, apenas se podía considerar una barrera. Hacía rato que deseaba bajar al lugar donde estaban las flores, pero estaba esperando… no sabía que estaba esperando.
La primera vez que había venido a este lugar, se había sentido atormentada por una sobrecarga de sensaciones. Había todo tipo de cosas que no reconocía, como antorchas adosadas a las paredes que tenía que encender para obtener luz, y máquinas que hacían cosas como lavar los platos o mantener la comida fría o crear imágenes en una pequeña pantalla. Había cajas que sonaban a cada hora, y vehículos de metal que transportaban a las personas de un lado a otro, y cosas que zumbaban, que pasabas por el suelo hacia delante y hacia atrás y lo dejaban limpio.
Había más colores aquí que en todas las joyas que había en la tesorería. Olores también, tanto ricos como feos.
Todo era muy distinto, y también lo eran las personas. De donde ella venía, no había machos, y sus hermanas eran intercambiables: Todas las Elegidas usaban la misma túnica blanca, se recogían el cabello trenzándolo de la misma forma y llevaban una perla con forma de lágrima alrededor del cuello. Todas caminaban y hablaban con idéntica tranquilidad y hacían las mismas cosas al mismo tiempo. ¿Aquí? Era el caos. Los Hermanos y sus shellans usaban distintas ropas y conversaban y reían de formas completamente distintas e identificables. Les gustaban ciertas comidas, pero había otras que no, algunos dormían hasta tarde y otros no dormían en absoluto. Algunos eran graciosos, otros eran feroces, algunos eran… hermosos.
Una era definitivamente hermosa.
Bella era hermosa.
Especialmente a los ojos del Primale.
Cuando el reloj comenzó a sonar, Cormia flexionó los brazos acercándolos a su cuerpo. Las comidas eran una tortura, dándole una muestra de lo que sería cuando ella y el Primale regresaran al Santuario.
Y mirara los rostros de sus hermanas con similar admiración y placer.
Hablando de cambios. Al principio, había estado aterrorizada del Primale. Ahora, pasados cinco meses, no deseaba compartirlo.
Con su melena multicolor, sus ojos amarillos, y la voz sedosa y grave, era un macho espectacular, en la plenitud de la edad para aparearse. Pero eso no era lo que realmente la atraía. Era el epítome de todo lo que consideraba meritorio: siempre estaba pendiente de los demás, nunca de sí mismo. En la mesa de la cena, era quien se preocupaba de preguntar a cada una de las personas cómo estaba, siguiendo de cerca las heridas recibidas, los malestares estomacales y las ansiedades tanto grandes como pequeñas. Nunca requería que le prestaran atención a él. Nunca atraía la conversación a asuntos que trataran acerca de él. Era infinitamente comprensivo.
Si había un trabajo difícil, se ofrecía voluntario. Si había que hacer un recado, quería hacerlo él. Si Fritz se tambaleaba por el excesivo peso de una fuente, el Primale era el primero en levantarse de su silla para ayudarlo. Por lo que había oído en la mesa, era un guerrero para su raza, un profesor para los reclutas y un muy, pero muy buen amigo para todo el mundo.
Ciertamente, era el ejemplo adecuado de las desinteresadas virtudes de las Elegidas, el perfecto Primale. Y en algún momento de los segundos, horas, días y meses de su estancia allí, ella había pasado de estar en el camino del deber para meterse en el enredado bosque de la elección. Ahora deseaba estar con él. No existía ningún tengo que, debo hacer, es preciso.
Pero lo quería para ella sola.
Lo que la convertía en una hereje.
En la puerta contigua a la suya, la magnífica música que el Primale escuchaba siempre que estaba en su habitación se detuvo. Lo que significaba que se dirigía hacia la planta baja para la Primera Comida.
El sonido de un golpe en su puerta la hizo saltar y girarse en redondo. Mientras la túnica se asentaba contra sus piernas, captó el olor del humo rojo filtrándose en su habitación.
¿El Primale había venido a buscarla?
Rápidamente comprobó el estado de su moño, y se metió algunos mechones sueltos detrás de las orejas. Abrió la puerta, apenas una rendija, y furtivamente miró su rostro antes de hacerle una reverencia.
Oh, querida Virgen Escriba… el Primale era tan espléndido como para quedarse mirándolo durante largo rato. Sus ojos eran amarillos como los citrinos, su piel de un cálido tono dorado, su largo cabello tenía una espectacular mezcla de colores, desde el pálido rubio, pasando por un profundo color caoba hasta llegar a un cálido color cobrizo.
Él se inclinó realizando un rápido y breve movimiento con la cabeza a modo de saludo, una formalidad que ella sabía que le disgustaba. Si bien, lo hacía por ella, porque sin importar cuantas veces él le hubiera dicho que dejara de ser formal, ella no podía evitar serlo.
—Escucha, he estado pensando —dijo.
En el titubeo que siguió, le preocupó que la Directrix hubiera ido a verlo. Todo el mundo en el Santuario estaba esperando que la ceremonia se completara, y todos eran conscientes que eso todavía no había ocurrido. Estaba empezando a sentir una urgencia que nada tenía que ver con lo atraída que se sentía por él. Con cada día que pasaba, el peso de la tradición se estaba volviendo cada vez más opresivo.
Él se aclaró la garganta.
—Hemos estado aquí un tiempo, y sé que el cambio ha sido duro para ti. Estaba pensando que debes sentirte un poco sola y que tal vez te gustaría tener algo de compañía.
Cormia se llevó la mano al cuello. Esto era bueno. Había llegado el momento de que estuvieran juntos. Al principio, no había estado lista para él. Ahora lo estaba.
—En verdad pienso que para ti será bueno —dijo con su hermosa voz—, tener algo de compañía.
Hizo una profunda reverencia.
—Gracias Su Gracia. Estoy de acuerdo.
—Estupendo. Tengo a alguien en mente.
Cormia se enderezó lentamente. ¿Alguien?

John Matthew siempre dormía desnudo.
Bueno, al menos después de haber pasado por la transición, dormía desnudo.
Le ahorraba lavados.
Con un gemido, metió la mano entre sus piernas y se tocó la erección que estaba dura como una piedra. Como siempre, la cosa lo había despertado, tan fiable como un reloj despertador y tan erguida como el jodido Big Ben.
También tenía un temporizador. Si se ocupaba de ella, podía descansar, más o menos, otros veinte minutos antes de que volviera a cargarse. Generalmente, la rutina era tres veces antes de dejar la cama y otra más en la ducha.
Y pensar que alguna vez había deseado esto.
Concentrarse en ideas poco atractivas no ayudaba, y aunque sospechaba que correrse en realidad empeoraba las cosas, ignorar su polla estaba fuera de la cuestión: cuando unos meses atrás, como experimento, había dejado de complacerse, después de transcurridas unas doce horas había estado listo para follarse un árbol, de tan caliente que estaba.
¿No existía algo así como un anti-Viagra? ¿Cialis Reversalis? ¿Flaccidillina ?
Rodando para ponerse boca arriba, sacó una pierna por el costado, apartó las mantas de su cuerpo, y comenzó a acariciarse. Esta era su posición preferida, aunque si se corría muy fuerte, en mitad del orgasmo se doblaba sobre si mismo y se apoyaba sobre el lado derecho.
Como pretrans, siempre había deseado tener una erección, porque suponía que ponerse duro lo convertiría en un hombre. La realidad no había funcionado de esa manera. Cierto que, por su enorme cuerpo, sus innatas habilidades de guerrero y la permanente erección que tenía, hacía que por fuera estuviera ondeando la bandera de He-man.
Por dentro, aún se sentía tan pequeño como se había sentido siempre.
Arqueó la espalda y bombeó dentro de su mano impulsándose con las caderas. Dios… de todas formas se sentía bien. Esto siempre se sentía bien… siempre y cuando fuera su palma la que hiciera el trabajo. La primera y única vez que una hembra lo tocó, su erección se había desinflado más rápido que su ego.
Así que, en realidad ahí tenía su anti-Viagra: en la forma de otra persona.
Pero ese no era el momento de recomponer los males de su pasado. Su polla se estaba preparando para estallar; lo sabía por el entumecimiento. Justo antes de correrse la cosa se ponía toda boba, por el espacio de un par de golpes, y eso era lo que le estaba sucediendo en ese momento mientras movía la mano arriba y abajo sobre la húmeda vara.
Oh, si… aquí viene… la tensión en sus testículos creció como si fuera un cable retorcido y sus caderas se balancearon incontrolablemente, abrió los labios para poder jadear más fácilmente… y como si eso no fuera suficiente, su mente se unió a la acción.
No… joder… no, ella otra vez no, por favor no…
Mierda, demasiado tarde. En medio del remolino sexual, su mente se aferró a la única cosa que garantizaba que se multiplicara el efecto: una hembra vestida de cuero con un corte de cabello varonil y hombros tan compactos como los de un boxeador.
Xhex.
Con un inaudible resuello, John se volvió para tumbarse sobre un costado y comenzó a eyacular. El orgasmo siguió y siguió mientras fantaseaba acerca de ellos dos teniendo sexo en uno de los baños del club, dónde ella era jefa de seguridad. Y mientras las imágenes se desplegaban en su cerebro, su cuerpo no dejaba de eyacular. Podía seguir haciéndolo durante diez minutos seguidos, literalmente, hasta que quedaba cubierto por la sustancia que salía de su polla y las sábanas quedaban completamente empapadas.
Intentó cercar sus pensamientos, trató de tomar el control… pero falló. Simplemente siguió eyaculando, acariciándose con la mano, el corazón retumbándole y el aliento atascado en la garganta mientras se imaginaba junto a ella. Menos mal que había nacido sin laringe, de lo contrario, toda la mansión de la Hermandad hubiera sabido exactamente lo que estaba haciendo una y otra y otra vez.
Solo después de obligarse a retirar la mano de su polla, se calmó la cosa. Mientras su cuerpo disminuía el ritmo, se quedó tendido, tan débil como si se hubiera desmayado, respirando contra la almohada, con el sudor y otras cosas secándose sobre su cuerpo.
Bonito despertador. Bonita sesión de ejercicio. Bonita forma de matar el tiempo. Pero esencialmente vacía.
Sin ninguna razón en particular, sus ojos recorrieron el lugar y se fijaron en la mesita de noche. Si abriera el cajón, cosa que nunca hacía, encontraría dos cosas: una caja color rojo sangre del tamaño de un puño y un viejo diario forrado en cuero. Dentro de la caja había un pesado anillo de sello de oro que llevaba el emblema que representaba su linaje, como hijo del guerrero de la Daga Negra Darius, hijo de Marklon. El antiguo diario contenía los pensamientos de su padre, narrando un período de dos años de su vida. También se lo habían regalado.
John nunca había usado el anillo y nunca había leído las anotaciones.
Había varias razones para mantenerse apartado de ambos, pero la principal era que Darius no era el macho al que consideraba su padre. Era otro hermano. Un hermano que ahora ya hacía ocho meses que se consideraba DEA .
Si iba a usar algún anillo, sería uno que luciera el emblema de Tohrment, hijo de Hharm. Como forma de honrar al macho que había llegado a significar tanto para él en tan corto tiempo.
Pero eso no iba a ocurrir. Era probable que Tohr estuviera muerto, sin importar lo que dijera Wrath, y en cualquier caso, nunca había sido su padre.
No queriendo caer en una depresión, John se obligó a levantarse del colchón y tambaleándose, se metió en el baño. La ducha le ayudó a despabilarse, al igual que vestirse.
Esa noche no tenía clase de entrenamiento, así que iba a pasar algunas horas abajo en la oficina y luego se encontraría con Qhuinn y Blay. Tenía esperanzas que hubiera mucho papeleo del que ocuparse. Esa noche no tenía muchas ganas de ver a sus amigos.
Los tres iban a ir hasta el otro lado de la ciudad al… Dios, al centro comercial.
Había sido idea de Qhuinn. Como la mayoría de las ideas. En opinión del tipo, el guardarropa de John necesitaba una inyección de elegancia.
John bajó la vista y contempló sus Levi's y su camiseta blanca Hanes. Lo único llamativo que usaba eran las zapatillas: un par de Nike Air Max negras. Y ni siquiera esas eran tan llamativas.
Tal vez Qhuinn tuviera razón al decir que John era víctima de la moda, pero vamos ¿a quién tenía que impresionar?
El nombre que estalló en su mente hizo que maldijera y que tuviera que acomodarse: Xhex.
Alguien golpeó a su puerta:
—¿John? ¿Estás ahí?
John se metió la camiseta dentro del pantalón y se preguntó qué motivo tendría Phury para ir en su busca. Estaba al día en los estudios y le iba bien en el combate cuerpo a cuerpo. ¿Tal vez se tratara del trabajo que había hecho en la oficina?
John abrió la puerta.
Hola, dijo en el Lenguaje por Señas Americano.
—Hey. ¿Cómo estás? —John asintió y luego frunció el ceño cuando el Hermano cambió y se puso a hablar en LSA.
Me preguntaba si podrías hacerme un favor.
Lo que quieras.
Cormia está… bueno, al estar de este lado se ha visto sometida a muchos retos. Creo que sería genial si tuviera alguien con quien pasar algo de tiempo, ya sabes… alguien centrado y discreto. Sin complicaciones. Así que, ¿crees que podrías hacer los honores? Solo habla con ella, o llévala a dar una vuelta por la casa o… lo que sea. Yo lo haría pero…
Es complicado, pensó John para si mismo.
Es complicado, dijo Phury por señas.
Una imagen de la silenciosa y rubia Elegida asomó en la mente de John. Los últimos meses, había observado a Cormia y Phury evitar mirarse sistemáticamente, y se había preguntado —como sin duda lo hacían todos los demás— si habrían sellado el trato.
John pensaba que no. Aún se veían muy, pero que muy incómodos.
¿Te importaría? dijo Phury por señas. Me imagino que debe tener preguntas o… no sé, cosas de las que hablar.
A decir verdad, no parecía que la Elegida tuviera ganas de salir en grupo. Durante las comidas siempre mantenía la cabeza baja, nunca pronunciaba una palabra y sólo comía la comida de color blanco. Pero si Phury se lo pedía, ¿cómo podía negarse John? El Hermano siempre lo ayudaba con sus posturas de lucha y respondía sus preguntas fuera del aula y era el tipo de persona por la que querías hacer cosas buenas, dado que él era bondadoso con todo el mundo.
Claro, respondió John. Estaré encantado de hacerlo.
Gracias. Phury le palmeó el hombro satisfecho, como si hubiera solucionado algo. Le diré que se reúna contigo en la biblioteca, después de la Primera Comida.
John bajó la vista y miró lo que llevaba puesto. No estaba seguro que los vaqueros fueran lo suficientemente elegantes, pero su armario estaba lleno con más de lo mismo.
Tal vez sería bueno que él y los chicos fueran de compras. Lo único malo era que no lo hubieran hecho antes.





Capítulo 3

Por tradición, una vez que eras inducido en la Sociedad Lessening, se te conocía solo por la primera letra de tu apellido.
El señor D debería haber sido conocido como señor R, R de Roberts. El tema era que en el momento en que fue reclutado la identidad que había estado usando había sido Delancy. Así que se había convertido en el señor D, y los últimos treinta años se le había conocido por ese nombre.
Aunque en realidad no era importante. Los nombres nunca importaban nada.
Al entrar en una curva de la Ruta 22, el señor D bajó una marcha, pero pasar a tercera no le ayudó demasiado a pasar la curva. El Ford Focus parecía tener noventa años. También tenía olor a naftalina y piel reseca.
Caldwell, Nueva York, era una extensión de unos ochenta kilómetros de campos de trigo y pastizales para vacas, con granjas dispuesta de forma que asemejaban un gran callejón y mientras lo atravesaba, se encontró a si mismo pensando en horquillas. Había matado a su primera persona con una. En Texas, cuando tenía catorce años. A su primo, Big Tommy.
El señor D se había sentido orgulloso de si mismo al no haber recibido ningún castigo por ese crimen. Ser pequeño y aparentar estar desvalido, había sido su boleto de salida. El viejo y querido Big Tommy había sido un rufián, con manos grandes como jamones y una vena mezquina, así que cuando el señor D corrió gritando hacia su mamá, con el rostro golpeado, todo el mundo había creído que su primo había tenido un ataque de ira y se merecía lo que le había ocurrido. Ja. El señor D había seguido a Big Tommy al granero y lo había irritado lo suficiente como para obtener un labio hinchado y el ojo negro que necesitaba para declarar que había sido en defensa propia. Luego había agarrado la horquilla que había apoyado de antemano contra una de las cuadras y se había puesto manos a la obra.
Solo quería saber lo que sentiría al matar a un ser humano. Los gatos, las zarigüeyas y los mapaches que atrapaba y torturaba estaban bien, pero no eran humanos.
La hazaña fue más difícil de lo que había pensado. En las películas, las horquillas sencillamente atravesaban a la gente como una cuchara atraviesa la sopa, pero eso era mentira. Los dientes de la cosa se habían quedado atascados en las costillas de Big Tommy, de tal forma que había tenido que apuntalar un pie en la cadera de su primo para lograr hacer la palanca suficiente que le permitiera tirar de ella para liberarla. Con la segunda arremetida, le había atravesado el estómago, pero se había vuelto a atascar otra vez. Probablemente, en la columna vertebral. De nuevo, tuvo que meter el pie. Para cuando Big Tommy dejó de aullar como un cerdo herido, el señor D estaba jadeando, aspirando el dulce aire con polvo de heno del granero, como si hubiera muy poco en el ambiente.
Pero no había sido un fracaso total. El señor D realmente había disfrutado de las expresiones cambiantes que había visto en el rostro de su primo. Primero, había habido enfado, lo que provocó que golpeara al señor D. Después, incredulidad. Al final, horror y terror. Cuando Big Tommy había tosido, escupiendo sangre y jadeando, se le habían desorbitado los ojos con genuino miedo, del tipo que tu madre siempre quiso que tuvieras cuando hablaba del Señor. El señor D, el enano de la familia, el pequeñito, se había sentido de más de dos metros de altura.
Había sido la primera vez que saboreaba el poder y quería sentir esa sensación nuevamente, pero había llegado la policía y había habido muchas habladurías en la ciudad, así que se había obligado a si mismo a portarse bien. Trabajar en una planta procesadora de carne había mejorado su habilidad con los cuchillos, y cuando estuvo listo, volvió a utilizar el mismo tipo de emboscada que había utilizado con Big Tommy: una pelea de bar con un matón. Había enfurecido al bastardo y luego lo había atraído a una esquina oscura. Un destornillador, y no de la clase de los que se beben, hizo el trabajo.
Las cosas habían sido más complicadas que con Big Tommy. Una vez que el señor D se lanzó contra el matón, no fue capaz de detenerse. Y era más difícil sacarse de la manga lo de la defensa personal cuando el cuerpo había sido apuñalado siete veces, arrastrado hasta detrás de un coche, y desmembrado como si de un cacharro estropeado se tratara.
Después de meter al muerto en unas cuantas bolsas pesadas, el señor D llevó a su coleguita a realizar un viaje por carretera, encaminándose hacia el norte. Usó el propio Ford Pinto del tipo para recorrer esos kilómetros, y cuando el cuerpo comenzó a despedir olor, encontró lo más parecido que había a una colina en la parte rural de Mississippi; puso el coche de espaldas a la pendiente, y le dio un empujón en el parachoques delantero. El maletero, con su apestosa carga, fue a estrellarse contra un árbol. La explosión de la bomba fue algo realmente excitante.
Después hizo autostop hasta Tennessee y luego se mantuvo haciendo trabajos raros a cambio de alojamiento y comida. Mató a dos hombres más antes de irse a Carolina del Norte, donde casi lo atrapan in fraganti.
Sus víctimas siempre eran grandes y fornidos hijos de puta. Y así fue como se convirtió en lesser. Se fijó como objetivo a un miembro de la Sociedad Lessening y cuando, a pesar de su tamaño, casi mata al hombre, el asesino se quedó tan impresionado que le pidió al señor D que se uniera a ellos para cazar vampiros.
Parecía un buen trato. Una vez superada la etapa de voy-a-ser-un-buen-perro-por-unas-pocas-golosinas.
Después de su inducción, el señor D había sido destinado a Connecticut, pero hacía dos años se había mudado a Caldie , en la época que el señor X, el Fore-lesser de ese entonces, había intentado tirar un poco demasiado de las riendas de la Sociedad.
En treinta años, el señor D nunca había sido convocado por el Omega.
Un par de horas antes, eso había cambiado.
La convocatoria le había llegado en forma de un sueño cuando estaba durmiendo, y no había necesitado de los modales que su madre le había enseñado para RSVP de forma afirmativa. Pero no podía evitar preguntarse si iba a sobrevivir a la noche.
Las cosas no iban demasiado bien para la Sociedad Lessening. Al menos, no desde que el profetizado Destructor había metido su caballo en el establo.
Por lo que el señor D había escuchado, el Destructor había sido un policía humano. Un policía humano con sangre de vampiro, con el cual el Omega había jugado obteniendo muy malos resultados. Y por supuesto, la Hermandad de la Daga Negra acogió al tipo y le dio un buen uso. No eran ningunos tontos.
Ya que una muerte a manos del Destructor no significaba solamente un asesino menos.
Si te agarraba el Destructor, tomaba el fragmento de Omega que estaba dentro de ti y lo absorbía. En vez del paraíso eterno que te prometían cuando te unías a la Sociedad, terminabas atrapado dentro de ese hombre. Y con cada asesino que se destruía de esa forma, una parte del Omega se perdía para siempre.
Antes, si peleabas contra los Hermanos, lo peor que te podía pasar era que fueras al paraíso. ¿Ahora? Cada vez más frecuentemente te dejaban medio muerto hasta que el Destructor pudiera ir a inhalarte hasta convertirte en cenizas, robándote tu merecida eternidad.
Así que últimamente las cosas habían estado muy tensas. El Omega se había comportado más tempestuosamente de lo que era habitual en él, los asesinos estaban irritables por tener que estar mirando continuamente por encima del hombro, y la cantidad de nuevas afiliaciones era las más baja de todos los tiempos, ya que todo el mundo estaba tan preocupado por salvar su propio pellejo que no se ocupaba de buscar sangre nueva.
Y había habido gran movimiento entre los Fore-lessers. Aunque eso siempre había sido igual.
El señor D giró a la derecha, hacia la RR 149 y avanzó casi cinco kilómetros hasta la siguiente RR, el cartel de la cual había sido aplastado, probablemente con un bate de béisbol. La sinuosa ruta era sólo una senda congelada llena de baches, y tuvo que disminuir la velocidad, para que sus tripas no terminaran todas revueltas: el coche tenía la misma suspensión que podrías encontrar en un horno. Lo que equivalía a nada.
Una cosa mala que tenía la Sociedad Lessening era que te daban PDMs para conducir.
Bass Pond Lane… estaba buscando la ruta Bass Pond La… ahí estaba. Giró el volante, pisó el freno con fuerza, y apenas tuvo tiempo de desviarse hacia la salida de la ruta.
Sin contar con alumbrado público, se pasó de largo el estropeado terreno cubierto de malezas que había estado buscando, por lo que tuvo que poner la palanca de cambio en reversa, y conducir marcha atrás. La granja estaba en peor estado que el Focus, era solo un nido de ratas que tenía el techo flojo y cuyas paredes apenas se sostenían en pie, y que estaba ahogado en un mar del equivalente neoyorquino del kudzu: la hiedra venenosa.
Después de aparcar en la carretera, ya que no había una entrada para coches, el señor D se apeó y se acomodó el sombrero de cowboy. La casa le recordaba su hogar, con el cartón alquitranado asomando, las ventanas sobresalientes, y el césped repleto de malas hierbas de hombre pobre. Era difícil evitar pensar que su gorda madre, que vivía recluida en la casa, y su agotado padre granjero no fueran a estar allí esperándole.
Debían haber muerto hace tiempo, pensó mientras caminaba. Él había sido el menor de siete hijos, y ambos eran fumadores.
La puerta con mosquitera casi había perdido el enrejado y el marco estaba oxidado. Cuando la abrió, chirrió como un cerdo atrapado, chilló como Big Tommy, como lo hacía la puerta que tenía en aquel entonces en su hogar. Golpeó la segunda puerta y no obtuvo respuesta, así que se quitó el sombrero de cowboy y empujó contra la puerta, usando la cadera y el hombro para hacer saltar el cerrojo.
Dentro olía a humo de cigarrillo, moho y muerte. Los primeros dos olores eran rancios. El de muerte era fresco, del tipo jugoso, con un deje afrutado que te hacía desear salir a matar algo para poder unirte a la fiesta.
Y había otro olor. El persistente olor dulzón en el aire le indicó que el Omega había estado allí recientemente. O tal vez otro asesino.
Con el sombrero entre las manos, atravesó las oscuras habitaciones del frente de la casa y entró en la cocina que estaba al fondo. Allí estaban los cuerpos. Dos, yaciendo sobre el estómago. No podía definir el sexo de ninguno, ya que habían sido decapitados y ninguno de los dos llevaba falda, pero los charcos de sangre que estaban donde deberían haber estado sus cabezas se habían unido, de tal manera que parecía que estuvieran agarrándose de las manos.
De hecho, era verdaderamente adorable.
Miró una mancha negra que había al otro lado de la habitación, en el pedazo de pared que había entre el refrigerador dorado que se utilizaba para la cosecha y la endeble mesa de formica. La mancha dejada por el estallido de una bomba, significaba que un compañero asesino había mordido el polvo, de una manera muy dura, a manos del Omega. Evidentemente, el Amo había despedido a otro Fore-lesser.
El señor D pasó por encima de los cadáveres y abrió el refrigerador. Los lessers no comían, pero sentía curiosidad por saber que guardaba la pareja allí. Ah. Más recuerdos. Había un paquete abierto de mortadela Oscar Mayer y estaban a punto de quedarse sin mayonesa.
Igual ahora ya no tenían que preocuparse de no poder hacerse sándwiches.
Cerró el refrigerador y se inclinó hacia atrás apoyándose contra…
La temperatura de la casa bajó veinte grados, como si alguien hubiera encendido el aire acondicionado central y hubiera puesto el dial en «Para congelarse las pelotas». A eso le siguió el viento, azotando la quietud de la noche de verano, creciendo en fuerza hasta que la granja gimió.
El Omega.
El señor D lo pensó en el mismo instante en que la puerta delantera se abría de golpe. Lo que entró por el pasillo era una niebla oscura como la tinta, fluida y transparente, rodando a lo largo de las tablas del suelo. Se condensó frente al señor D, elevándose para formar una silueta masculina.
—Amo —dijo El señor D, e hizo una reverencia, doblándose a la altura de la cintura, mientras sentía agitarse su negra sangre en las venas por el miedo y el amor que sentía.
La voz del Omega le llegó como a través de una larga distancia y tenía una cadencia eléctrica cargada de estática.
—Te nombro Fore-lesser.
El señor D se quedó sin aliento. Ese era el más alto honor, el puesto de más autoridad en la Sociedad Lessening. Ni siquiera había soñado con obtenerlo. Tal vez podía haber esperado hacer una suplencia de alguien en ese trabajo.
—Grac…
El Omega se evaporó, se adelantó y envolvió el cuerpo del señor D como una capa de alquitrán. Mientras el dolor se apoderaba de cada hueso de su cuerpo, el señor D sintió que giraban su cuerpo y que lo empujaban con la cara por delante hacia el mostrador, el sombrero salió volando de sus manos. El Omega tomó el control, y ocurrieron cosas que el señor D nunca hubiera consentido.
De todas maneras, el consentimiento no existía dentro de la Sociedad. Sólo pronunciabas un sí, y ese era en el momento en que entrabas a ella. Todo lo demás que venía después, estaba fuera de tu control.
Cuando pasaron lo que parecieron siglos, el Omega salió del cuerpo del señor D y se vistió, con una blanca túnica cubriéndolo de la cabeza a los pies. Con elegancia casi femenina, el mal se arregló las solapas, sus garras habían desparecido.
O tal vez, sencillamente se hubieran desgastado hasta convertirse en muñones, después de todo el trabajo de desgarrar y arrancar.
Debilitado y sangrando, el señor D se dejó caer y se apoyó sobre la marcada superficie del mostrador. Deseaba vestirse, pero no había quedado mucho de sus ropas.
—Los acontecimientos han llegado a un punto culminante —pronunció el Omega—. La incubación se ha completado. Llegó el momento de dejar caer el capullo.
—Si, señor —¿Cómo si pudiera darle otra respuesta?—. ¿Cómo puedo servirle?
—Tu misión consiste en traerme a este macho. —El Omega extendió la mano con la palma vuelta hacia arriba y apareció una imagen flotando en el aire.
El señor D estudio el rostro, la ansiedad golpeó su cerebro, poniéndolo a toda velocidad. Seguramente, necesitaría más detalles aparte de esta borrosa fotografía translucida.
—¿Dónde lo encuentro?
—Nació aquí y vive en Caldwell, entre los vampiros. —La voz del Omega parecía salida de una película de ciencia ficción, haciendo eco al desplazarse misteriosamente—. Sólo han transcurrido unos meses desde su transición. Creen que es uno de ellos.
Bueno, eso seguro que reducía las posibilidades.
—Puedes formar un equipo con otros —dijo el Omega—. Pero debe ser capturado vivo. Si alguien lo mata, me rendirás cuentas a mí.
El Omega se inclinó hacia un lado y puso la palma sobre el empapelado, en la pared en que estaba la mancha que había dejado la explosión de la bomba. La imagen de un civil ardió allí, quedando impresa sobre una franja de desvaídas flores amarillas.
El Omega inclinó la cabeza y miró la imagen. Luego, con mano gentil y elegante, acarició el rostro.
—Él, éste, es especial. Encuéntralo. Tráelo de regreso aquí. Hazlo con rapidez.
No había necesidad de pronunciar el, o si no.
Cuando el mal desapareció, el señor D se inclinó y recogió su sombrero. Afortunadamente, no se había estropeado ni ensuciado.
Frotándose los ojos, consideró todas las formas que tenía de meter la pata. Un vampiro macho en algún lugar de Caldwell. Iba a ser como buscar una aguja en un pajar.
Tomando un cuchillo de pelar del mostrador, lo usó para recortar la imagen del empapelado. Después de desprenderla con cuidado, estudió el rostro.
Los vampiros eran reservados por dos razones: no querían que los humanos se inmiscuyeran en los asuntos de su raza, y sabían que eran perseguidos por los lessers. Sin embargo acudían a lugares públicos, especialmente los machos que acababan de pasar por la transición. Agresivos y temerarios, los jóvenes frecuentaban los lugares más sórdidos del centro de Caldwell porque había humanos con los que tener sexo y peleas en las que involucrarse y todo tipo de cosas divertidas para inhalar, beber o fumar.
El centro. Formaría un escuadrón y se dirigiría a los bares del centro. Aunque no encontraran al macho enseguida, la comunidad vampírica era pequeña. Era probable que otros civiles conocieran a su víctima, y recabar información era una de las especialidades del señor D.
Al demonio ida y vuelta con el suero de la verdad. Denle un buen martillo y un trozo de cadena, y se convertía en una máquina que hacía que un par de labios comenzaran a balbucir.
El señor D arrastró su dolorido y agotado cuerpo escaleras arriba y tomó una meticulosa ducha en el asqueroso baño de los muertos. Cuando hubo terminado, se puso un pantalón de trabajo y una camisa, que naturalmente, eran demasiado grandes para él. Después de enrollarse las mangas de la camisa y cortar siete centímetros y medio de las piernas del pantalón, se peinó el cabello blanco, alisándolo contra el cráneo. Antes de salir de la habitación, se puso un poco de Old Spice que encontró en el escritorio del tipo. La cosa era casi todo alcohol, como si la botella hubiera estado allí por mucho tiempo, pero al señor D le gustaba ir elegante.
De regreso en la planta baja, cruzó la cocina, tambaleándose, y tomó la tira de papel con el rostro impreso. Devorando las facciones con los ojos, se dio cuenta que a pesar de que todavía le seguía doliendo todo el cuerpo, se estaba excitando igual que como lo haría un sabueso.
La caza había comenzado y sabía exactamente a quien iba a utilizar. Había un equipo de cinco lessers con los que había trabajado alguna que otra vez en el transcurso de los últimos dos años. Eran buenos tipos. En fin, buenos, probablemente no fuera la palabra adecuada. Pero podías tratar con ellos, y ahora que era el Fore-lesser podía darles órdenes.
De camino a la puerta delantera, se detuvo frente a los cadáveres, se puso el sombrero y se dio un golpecito en el borde del mismo, a modo de saludo.
—Os veré después.

Qhuinn entró al estudio de su padre de muy mal humor, y seguro como el infierno que no iba a salir de allí sintiéndose resplandeciente, ni nada parecido.
Allá vamos. En el instante en que entró a la habitación, su padre soltó un extremo del Wall Street Journal, que quedó flotando en el aire, para poder presionar los nudillos contra su boca y luego tocarse cada lado del cuello. Una rápida frase en la Antigua Lengua salió de sus labios en un murmullo, luego devolvió el periódico a su lugar.
—Se requiere mi presencia en la fiesta de gala —dijo Qhuinn.
—¿No te lo informó uno de los doggen?
—No.
—Les ordené que te informaran.
—Entonces, eso vendría a ser un no. —Su intención al presionarlo para que le respondiera, era la misma que al preguntárselo la primera vez, solo quería incordiarlo.
—No puedo entender por qué no te lo informaron. —Su padre descruzó las piernas y las volvió a cruzar, la raya de sus pantalones era tan afilada como el borde de su copa de jerez—. Realmente, me gustaría decir las cosas una sola vez. No creo que sea mucho…
—No vas a responderme, ¿verdad?
—…pedir. Es decir, el trabajo de los criados es, realmente, bastante evidente. Su propósito es servir, y a decir verdad no me gusta tener que repetir las cosas.
Su padre balanceó en el aire el pie de la pierna que tenía cruzada sobre la otra. Sus mocasines con flecos eran de Cole Haan, como siempre: caros, pero no más llamativos que un susurro aristocrático.
Qhuinn bajó la vista hacia sus New Rocks. El grosor de las suelas era de cinco centímetros en la planta y siete centímetros y medio en el tacón. El cuero negro le llegaba hasta la base de las pantorrillas y en la parte delantera se entrecruzaban los cordones que pasaban a través de tres pares de hebillas cromadas.
En la época que recibía una asignación, antes de que el cambio no solucionara su defecto, había ahorrado durante meses para comprarse esas shitkickers de tipo duro e hijo de puta, y después de pasar por el cambio, las había comprado a la primera oportunidad. Eran el premio que se otorgaba a si mismo por haber sobrevivido a la transición, porque tenía bien claro que no debía esperar nada de sus padres.
El día que Qhuinn se las había puesto para asistir a la Primera Comida, a su padre casi se le salen los ojos de las órbitas.
—Deseabas alguna otra cosa —dijo su padre desde detrás del WSJ.
—Nah. Seré bueno y me iré tranquilamente. No te preocupes.
Dios bien sabía que ya lo había hecho antes en reuniones oficiales, aunque en realidad, ¿a quien querían engañar? La glymera era bien consciente de su existencia y de su pequeño «problema», y los estirados esnobs eran como elefantes. Nunca olvidaban nada.
—A propósito, tu primo Lash tiene un nuevo empleo —murmuró su padre—. En la clínica de Havers. Lash piensa convertirse en médico, así que está haciendo prácticas después de clases. —El periódico bajó de golpe y tuvo un breve vistazo del rostro de su padre… lo que curiosamente resultó ser mortal, porque Qhuinn alcanzó a ver el brillo anhelante en los ojos de su viejo—. Lash es una fuente de orgullo para su padre. Un digno sucesor en las responsabilidades de la familia.
Qhuinn miró la mano izquierda de su padre. En el dedo índice, ocupando todo el espacio que había debajo del gran nudillo, se veía un sólido anillo de oro que ostentaba el escudo de la familia.
Todos los machos jóvenes de la aristocracia obtenían uno después de haber pasado por la transición, y los dos mejores amigos de Qhuinn los tenían. Blay usaba el suyo todo el tiempo, salvo cuando estaba luchando o iba al centro de la ciudad, y a John Matthew le habían dado uno, aunque no lo usaba. Y tampoco eran los únicos en tener vistosos pisapapeles. En su clase de entrenamiento en el Complejo de la Hermandad, cada uno de los reclutas que pasaba por el cambio, regresaba con un anillo de sello en el dedo.
Escudos familiares impresos sobre trescientos gramos de oro: quinientos dólares.
Que tu padre te regale uno cuando te conviertes en un verdadero macho: no tiene precio.
La transición de Qhuinn había ocurrido unos cinco meses atrás. Hacía cuatro meses, tres semanas, seis días y dos horas que había dejado de esperar que le dieran su anillo.
Aproximadamente.
Hombre, a pesar de la fricción existente entre él y su padre, nunca se le hubiera ocurrido pensar que no iba a darle uno. Pero ¡Sorpresa! Una nueva forma de sentirse ajeno al rebaño.
Hubo otra sacudida de periódico y esta vez fue con impaciencia, como si su padre estuviera ahuyentando una mosca para que se apartara de su hamburguesa. Aunque, por supuesto, él no comía hamburguesas, porque eran demasiado vulgares.
—Voy a tener que hablar con ese doggen —dijo su padre.
Qhuinn cerró la puerta al salir, y cuando se volvió para ir hacia el vestíbulo, casi se choca con un doggen que venía de la biblioteca que había en la habitación de al lado. La doncella uniformada dio un salto hacia atrás, se besó los nudillos y se palmeó las venas que corrían a ambos lados de su garganta.
Mientras huía, murmurando la misma frase que su padre, Qhuinn se acercó a un antiguo espejo que colgaba de la pared cubierta de seda. Aún a pesar de las ondas que tenía el descascarado espejo y las manchas oscurecidas que habían quedado donde el material reflectante se había desprendido, su problema era obvio.
Su madre tenía los ojos grises. Su padre tenía los ojos grises. Su hermano y su hermana tenían los ojos grises.
Qhuinn tenía un ojo azul y otro verde.
Ahora bien, obviamente había habido ojos azules y verdes en su linaje. Sólo que no uno de cada color en la misma persona, e imagínate, la disparidad no era algo divino. La aristocracia se rehusaba a tolerar defectos, y los padres de Qhuinn no sólo estaban firmemente atrincherados en la glymera, ya que ambos pertenecían a alguna de las seis familias fundadoras, sino que además su padre había llegado a ser leahdyre del Consejo de Princeps.
Todo el mundo había esperado que la transición solucionara el problema, y tanto el color azul como el verde hubieran sido aceptables. Sip, bueno, denegado. Qhuinn salió del cambio con un gran cuerpo, un par de colmillos, un fuerte anhelo sexual… y con un ojo azul y otro verde.
Qué noche. Había sido la primera y única vez que su padre se había descontrolado. La primera y única vez que había golpeado a Qhuinn. Y desde ese entonces, nadie de la familia ni del personal doméstico volvió a mirarlo a los ojos.
En su camino de salida, no se molestó en despedirse de su madre. Ni de su hermano mayor ni de su hermana.
Desde el momento de su nacimiento, había sido marginado por su familia, dejado de lado, apartado por algún tipo de daño genético. De acuerdo al código de valores de la raza, el único aspecto favorable de su patética existencia residía en el hecho que hubiera dos jóvenes saludables, y normales en la familia, y que el macho mayor, su hermano, fuera considerado apto para procrear.
Qhuinn siempre había pensado que sus padres deberían haberse detenido en dos, que tratar de tener tres hijos saludables era una apuesta demasiado alta contra el destino. Sin embargo, no podía cambiar la mano que le había tocado. Tampoco podía evitar desear que las cosas fueran diferentes.
No podía lograr que dejara de importarle.
Aunque la gala consistiera solo de un grupo de figuras usando vestidos y trajes de pingüino, deseaba estar con su familia en el gran baile de final de verano de la glymera. Quería colocarse hombro a hombro junto a su hermano y que por una vez en la vida le tomaran en cuenta. Deseaba vestirse como el resto del mundo y usar su propio anillo de oro y tal vez, bailar con alguna de las nobles hembras que aún no tenían pareja. En la brillante multitud de la aristocracia, deseaba que lo reconocieran como a un ciudadano, como uno más de ellos, como un macho y no como un estorbo genético.
No iba a suceder. A los ojos de la glymera, era menos que un animal, no más apto para el sexo que un perro.
Lo único que le faltaba era la correa, pensó, mientras se desmaterializaba hacia la casa de Blay.

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