miércoles, 25 de mayo de 2011

AMANTE CONSAGRADO/PROLOGO

Prólogo


Hace veinticinco años, tres meses, cuatro días, once horas, ocho minutos, y treinta y cuatro segundos…

El tiempo no era, a decir verdad, una pérdida que se escurría hacia el infinito. Era maleable y no inmutable, hasta el último segundo del mismo presente. Arcilla y no hormigón. Y eso era algo por lo cual el Omega se sentía agradecido. Si el tiempo hubiera sido inalterable, no tendría en brazos a su hijo recién nacido.
Los niños nunca habían sido su objetivo. Y sin embargo, en ese momento, se sintió renovado.
—¿Está muerta la madre? —le preguntó al Fore-lesser que venía bajando las escaleras. Era gracioso, si le hubieran preguntado al asesino que año pensaba que era, éste hubiera contestado 1983. Y de cierta forma, hubiera estado en lo correcto.
El Fore-lesser asintió.
—No sobrevivió al parto.
—Las hembras vampiro raramente lo logran. Es una de sus pocas virtudes. —Y en este caso, oportuna. Matar a la madre después que le proporcionara tan buen servicio, parecía una descortesía.
—¿Qué desea que haga con el cuerpo?
El Omega observó a su hijo estirar la mano y agarrarle el pulgar. Tenía fuerza al apretar.
—Qué extraño.
—¿El qué?
Era difícil expresar lo que sentía. O tal vez ese era el tema. No había esperado sentir nada.
Se suponía que su hijo sería la reacción defensiva contra la Profecía del Destructor, una respuesta calculada en la guerra contra los vampiros, una estrategia para asegurar la supervivencia del Omega. Su hijo hallaría una forma nueva de luchar y mataría a esa raza de salvajes antes que el Destructor purgara la esencia del Omega hasta no dejar nada.
Hasta ese momento, el plan se había ejecutado de forma perfecta, empezando con el rapto de la hembra de vampiro que el Omega había inseminado y concluyendo aquí, con este recién llegado al mundo.
El niño levantó la vista hacia él, moviendo la boquita. Olía dulce, pero no porque fuera un lesser.
Imprevisiblemente, el Omega no deseaba soltarlo. Ese niño en sus brazos era un milagro, una ambigüedad vivita y coleando. Al Omega no se le había otorgado un acto de creación, como a su hermana, pero no se le había negado el don de la reproducción. No era capaz de crear toda una nueva raza completa. Pero si podía recrear una parte de sí mismo a partir del estanque genético.
Y así lo había hecho.
—¿Amo? —dijo el Fore-lesser.
Realmente no quería soltar al bebé, pero para hacer este trabajo, su hijo debía vivir con el enemigo, ser criado como uno más de ellos. Su hijo debía aprender su lenguaje, su cultura y sus costumbres.
Su hijo debía saber donde vivían para poder ir a masacrarlos.
El Omega se forzó a si mismo a entregarle la criatura al Fore-lesser.
—Déjalo en el lugar de reunión que te prohibí que saquearas. Arrópalo y déjalo, y a tu regreso te absorberé en mí.
Después de lo cual morirás, ya que ese es mi deseo, terminó el Omega mentalmente.
No podía haber filtraciones. Ni errores.
Mientras el Fore-lesser se dedicaba a adularlo, lo que en cualquier otro momento hubiera despertado el interés del Omega, salió el sol sobre los campos de trigo de Caldwell, Nueva York. Desde el piso superior, un suave y burbujeante sonido creció, hasta convertirse en un estallido y el olor a quemado anunció la incineración del cuerpo de la hembra, junto con toda la sangre que había en aquella cama.
Lo que era sencillamente adorable. La pulcritud era importante, y esta era una granja nueva, construida especialmente para el nacimiento de su hijo.
—Ve —ordenó el Omega—. Ve y cumple con tu deber.
El Fore-lesser partió llevándose al niño, y mientras observaba como se cerraba la puerta, el Omega anheló tener a su retoño. Indudablemente estaba sufriendo por la falta del niño.
Sin embargo, tenía la solución para calmar su angustia al alcance de la mano. El Omega deseó estar en el aire y catapultó la forma corpórea que había asumido hacia el «presente», a la misma sala de estar en la que se encontraba.
El transcurso del tiempo se hizo evidente en un rápido envejecimiento de la casa en la que estaba. El empapelado palideció y se desprendió de la pared a jirones. Los muebles se deterioraron y se desgastaron en concordancia con más de dos décadas de uso. El techo se ensombreció, pasando de un brillante color blanco a un deslucido amarillo, como si hubiera habido fumadores exhalando durante años. En el vestíbulo, las tablas del suelo se curvaron en las esquinas.
En el fondo de la casa, sintió a dos humanos discutiendo.
El Omega flotó a través de la inmunda, y envejecida cocina, que apenas unos segundos antes se había visto brillante como el día que había sido construida.
Cuando entró a la habitación, el hombre y la mujer dejaron de pelear, quedando congelados por la conmoción. Y entonces se ocupó del tedioso asunto de desocupar la granja de ojos curiosos.
Su hijo regresaba al redil. Y el Omega necesitaba verlo aún más de lo que necesitaba ponerlo a trabajar.
Cuando el mal tocó el centro de su pecho, se sintió vacío y pensó en su hermana. Ella había dado a luz una nueva raza, una raza concebida por la combinación de su voluntad y la biología que encontró disponible. Había estado muy orgullosa de sí misma.
Su padre también lo había estado.
El Omega comenzó a matar vampiros sólo para mortificarlos a los dos, pero pronto había aprendido que los actos malvados le nutrían. Claro que su padre no pudo detenerlo, ya que como resultaron ser las cosas, las acciones del Omega —nah, en realidad su misma existencia— era necesaria para equilibrar la bondad de su hermana.
Se debía conservar un equilibrio. Era el principio esencial de su hermana, la justificación que le daba al Omega, y el precepto que su padre recibió del suyo. La misma base del mundo.
Y así resultó ser que la Virgen Escriba sufriera y el Omega obtuviera satisfacción. Con cada muerte acaecida a su raza, ella se dolía, y bien que él lo sabía. El hermano siempre había sido capaz de percibir a su hermana.
Sin embargo, ahora, eso era aún más cierto.
Cuando el Omega se imaginaba a su hijo, solo en el mundo, se preocupaba por el niño. Esperaba que estos veintitantos años hubieran sido tranquilos para él. Pero eso era propio de un padre, ¿verdad? Se suponía que los padres se preocupaban por sus hijos, los alimentaban y los protegían. Sin importar como fuera tu alma, ya fuera virtuosa o pecadora, deseabas lo mejor para aquel que habías traído al mundo.
Era increíble darse cuenta que después de todo, tenía algo en común con su hermana… era impresionante saber que ambos deseaban que los hijos que habían engendrado sobrevivieran y prosperaran.
El Omega miró los cuerpos de los humanos que acababa de extinguir.
Por supuesto, que eso era un asunto de mutua exclusividad, ¿no es cierto?

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