viernes, 4 de junio de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 4




Claire se despertó con el sonido de la ducha. Incorporándose en las almohadas, puso los pies en el suelo y decidió explorar un poco mientras Michael estaba ocupado. Levantó la vela, y caminó en dirección al escritorio. O al menos hacia dónde pensaba que estaba la maldita cosa.
Su espinilla fue la primera en encontrarlo, golpeándose contra una maciza pata. Con una maldición, se inclinó y frotó lo que sin duda se convertiría en un tremendo moretón. Malditas velas. Avanzando con más cuidado, tanteó en busca de la silla en la que había estado sentado y bajó la luz casi completamente inservible para ver en qué había estado trabajando.
—Oh, Dios mío —susurró.
Era un retrato de ella. Un asombrosamente preciso y francamente sensual retrato de ella mirando directamente hacia afuera de la página. Pero él nunca la había mirado. Cómo sabía…
—Por favor apártate de eso —dijo Michael desde el cuarto de baño.
—Es hermoso. —Se inclinó más sobre la mesa, viendo gran cantidad de diferentes dibujos, todos los cuales se veían contemporáneos. Lo que la sorprendió—. Todos son hermosos.
Había bosques y flores distorsionados. Vistas panorámicas de la casa y los jardines Leeds que eran surrealistas. Representaciones de las habitaciones de la mansión que eran todas un poco libres en su estilo pero de igual forma visualmente atractivas. Que fuera modernista la sorprendió, dada su formalidad al hablar y sus modales anticuados…
Estremecida volvió a mirar su dibujo. Era un retrato clásico. Con un realismo clásico.
Sus otras obras no representaban un estilo, ¿verdad? Sus representaciones estaban tergiversadas porque no había visto lo que estaba dibujando en más de cincuenta años. Lo hacía todo recurriendo a una memoria que no había sido refrescada en décadas.
Levantó su retrato. Estaba amorosamente realizado, cuidadosamente representado. Era un tributo a ella.
—Desearía que no miraras nada de eso —dijo, justo en su oído.
Jadeó y se giró rápidamente. Cuando su corazón se asentó, pensó: demonios, qué bien huele.
—¿Por qué no quieres que los vea?
—Es personal.
Hubo una pausa cuando ella se quedó pensando en algo.
—¿Dibujaste a las otras mujeres?
—Deberías regresar a la cama.
—¿Lo hiciste?
—No.
Eso era un alivio. Por razones que no le hacían gracia.
—¿Por qué no?
—Ellas no… me resultaban agradables a la vista.
Sin pensar, preguntó:
—¿Estuviste con alguna de ellas? ¿Tuviste relaciones sexuales con ellas?
Había dejado la ducha corriendo y el sonido del torrente de agua chocando contra el mármol llenó el silencio.
—Respóndeme.
—No.
—Dijiste que no tendrías relaciones sexuales conmigo. ¿Es porque no… puedes estar con humanas?
—Es una cuestión de honor.
—Así que los vampiros… ¿tienen sexo? Me refiero a que pueden hacerlo ¿verdad? —Bueno, ¿por qué estaba transitando ese camino? Cállate Claire…
—Soy capaz de excitarme. Y puedo… provocarme la culminación.
Tuvo que cerrar los ojos cuando se lo imaginó en la cama gloriosamente desnudo, con el cabello suelto a su alrededor. Vio una de esas manos largas y delgadas envuelta alrededor de sí mismo, acariciándose el miembro hacia arriba y hacia abajo hasta que se arqueaba en el colchón y…
Lo oyó inspirar profundamente y decir:
—¿Por qué te atrae eso?
Jesús, tenía los sentidos muy aguzados. ¿Y cómo podría ser de otra manera?
Aunque no era como si necesitara saber los pormenores de lo que la excitaba.
—¿Alguna vez has estado con una mujer?
Su cabeza gacha se movió de un lado a otro.
—La mayoría de ellas me temían y estaban en su derecho. Retrocedían ante mí. Especialmente mientras me… alimentaba de ellas.
Trató de imaginar lo que se sentiría tener contacto sólo con gente que piensa que eres horrible. No era de extrañar que fuera tan reprimido y vergonzoso.
—Aquellas que no me encontraban… repugnante —dijo—, con aquellas que se acostumbraron a mi presencia, que no se hubieran negado… me ocurrió que me faltó la voluntad. No las encontré atractivas.
—¿Nunca has besado a alguien?
—No. Ahora responde mi pregunta. ¿Por qué te excita pensar en mi… liberándome de la presión?
—Porque me gustaría… observar. Pienso que debes verte hermoso cuando haces eso. Pienso que tú… eres hermoso.
Él jadeó.
Cuando durante un largo rato no se oyó más que el sonido de la ducha, ella dijo:
—Siento haberte horrorizado.
—¿Me encuentras agradable a la vista?
—Sí.
—¿Sinceramente? —susurró.
—Sí.
—Me siento dichoso. —Las cadenas rodaron por el suelo cuando se dio la vuelta y se dirigió de regreso al cuarto de baño.
—¿Michael?
Los eslabones de metal continuaron rodando.
Fue hacia la cama y se sentó a los pies de la misma. Se quedó sosteniendo la vela con ambas manos mientras él se tomaba su tiempo. Cuando el agua dejó de correr y finalmente salió del cuarto de baño, le dijo:
—A mí también me gustaría ducharme.
—Date el gusto. —El agua regresó, como si él la hubiera hecho correr con su voluntad—. Te aseguro que tendrás privacidad.
Entró al cuarto de baño y dejó la vela sobre la encimera. El aire estaba cálido y húmedo por la ducha que él había tomado, olía a jabón de tocador y a su esencia oscura. Sacándose la bata y la ropa interior, se metió bajo la ducha, el agua caía sobre su cuerpo, le empapaba el cabello y limpiaba su piel.
Se sentía espantada por la falta de compasión que había recibido en las últimas cinco décadas. Por la crueldad de que sus únicas compañeras hubieran tenido que ser secuestradas, violando sus derechos para que él pudiera sobrevivir. Por su encarcelamiento que había persistido y continuaría a menos que fuera liberado. Por el hecho de que ni siquiera supiera que era hermoso.
Odiaba que hubiera vivido solo toda su vida.
Saliendo de la ducha, se secó, se volvió a poner la bata, y se metió las bragas y el sostén en el bolsillo.
Cuando salió del cuarto de baño, dijo:
—Michael, ¿dónde estás?
Se internó más en el dormitorio.
—¿Michael?
—Estoy en el escritorio.
—¿Podrías encender algunas luces?
Las velas llamearon instantáneamente.
—Gracias. —Lo miró fijamente mientras se revolvía para ocultar lo que había estado dibujando—. Te voy a llevar conmigo —le dijo.
Levantó la cabeza, y por una vez, también los ojos. Dios, la forma en que brillaban era increíble.
—¿Perdón?
—Cuando Fletcher venga a buscarme, voy a hacer que tú salgas de aquí. —Lo más probable era que lo lograra golpeando al mayordomo con el mismo candelabro que en ese momento tenía en la mano—. Voy a encargarme de él.
—¡No! —Michael se puso de pie de un salto—. No debes interferir. Debes irte de la misma forma que llegaste, sin violencia.
—Y un demonio lo voy a dejar así. Esto está mal. Todo. Es malo para las mujeres y es malo para ti y es culpa de tu madre. Y también de Fletcher.
Y de esa forma encaminaría las cosas de forma correcta y apropiada. Esa mujer y su mayordomo matón debían ser puestos tras las rejas: a Claire no le importaba cómo de viejos fueran. Desafortunadamente, entregarlos a la policía por mantener a un vampiro encadenado en el sótano no era exactamente con lo que querías lidiar cuando estabas intentando hacer arrestar a una de las ciudadanas más prominentes de Caldwell.
Eso sería endemoniadamente difícil de vender. Así que liberarlo era el mejor curso de acción.
—No puedo permitir que te resistas —dijo él.
—¿No deseas salir de aquí?
—Te harán daño. —La expresión de sus ojos era seria—. Prefiero estar encerrado aquí por el resto de mi vida antes de que te hagan daño.
Pensó en la fuerza sobrenatural de Fletcher, dada su edad. Y en el hecho de que él y la señorita Leeds habían estado robando mujeres durante cincuenta años y nunca habían sido descubiertos. Si Claire desaparecía porque ellos la mataban, sería una molestia tener que justificarse, pero los cuerpos podían hacerse desaparecer. Claro que su asistente sabía dónde había ido, pero la señorita Leeds y Fletcher eran sin duda lo suficientemente hipócritas como para hacerse los tontos. Además tenían las llaves del coche de Claire y el testamento firmado. Podían deshacerse del coche y asegurar que Claire había llegado y luego había partido y que cualquier cosa mala que le hubiera ocurrido no tenía nada que ver con ellos.
Joder… le sorprendía que la hubieran escogido a ella, por el simple hecho de que su personalidad era tan enérgica. Pero por otro lado, se había comportado de forma endemoniadamente delicada cuando estaba con la señorita Leeds. Y supuso que era un blanco aceptable, una mujer soltera viajando sola en el último fin de semana ajetreado del verano.
Era evidente que tenían un Modus Operandi que había funcionado durante cinco décadas. E iban a intentar defenderse. Por la fuerza, si prestaba atención a los temores de Michael.
Iba a necesitar ayuda para sacarlo de allí. Tal vez podía hacer que él… no, probablemente él no iba a ser el tipo de refuerzos que necesitaba, dado el trabajo mental que le habían hecho. Maldición… iba a tener que regresar por él y sabía a quién traer. Tenía amigos en la fuerza policial, del tipo que estaría dispuesto a dejar la placa en el cajón y conservar el arma en la cadera. Del tipo que se encargaría de una escena del crimen enredada.
Del tipo que se encargaría de Fletcher mientras ella se encargaba de Michael.
Iba a regresar a buscarlo.
—No —dijo Michael—. No recordarás. No puedes regresar.
Una oleada fresca de furia la inundó. Que obviamente pudiera leerle la mente no le enfadaba tanto como la idea de que él pudiera evitar que le ayudara… aunque lo hiciera por su deseo de protegerla.
—Y un demonio no recordaré.
—Te quitaré los recuerdos…
—No, no lo harás. —Se puso las manos en las caderas—. Porque vas a jurarme por tu honor, en este mismo lugar y en este mismo momento, que no lo harás.
Supo que había triunfado porque presentía que él no podía negarle nada. Y confiaba plenamente en que si le prometía que no se metería con sus recuerdos, cumpliría su promesa.
—Júralo. —Cuando permaneció callado, se apartó el cabello mojado del rostro—. Esto debe acabar. No está bien en muchos aspectos y esta vez tu madre escogió mal la puta para encerrar en este lugar contigo. Vas a salir de aquí y yo te voy a sacar.
La sonrisa que le dedicó era nostálgica, tan solo una pequeña elevación de su boca.
—Eres una luchadora.
—Sí. Siempre. Y algunas veces soy como un ejército completo. Ahora dame tu palabra.
Paseó la vista por la habitación con el anhelo pintado en su expresión, fijaba los ojos como si estuviera intentando ver a través de las paredes de piedra y la tierra hacia el cielo que estaba tan lejos.
—No he sentido el aire fresco en… mucho tiempo.
—Déjame ayudarte. Dame tu palabra.
Desvío la vista hacia ella. Tenía ojos bondadosos, inteligentes y cálidos. La clase de ojos que desearías en un amante.
Claire se detuvo porque ser su Buena Samaritana no incluía dormir con él. Aunque… que noche podría ser esa. Su gran cuerpo sin duda era capaz de…
Basta.
—¿Michael? Tu palabra. Ahora.
El dejó caer la cabeza.
—Lo prometo.
—Qué. Qué es lo que prometes. —La abogada que había en ella tenía que sujetar algo específico.
—Que te dejaré intacta.
—No es lo suficientemente bueno. Intacta podría significar físicamente o mentalmente. Dime: «Claire, no te quitaré los recuerdos que tengas de mí y de esta experiencia.»
—Claire… que nombre más hermoso.
—No te vayas por las ramas. Y mírame mientras lo dices.
Después de un momento, sus ojos se elevaron hasta los de ella y no parpadeó ni apartó la vista.
—Claire, no te quitaré los recuerdos que tengas de mí ni de lo que suceda.
—Bien. —fue hacia la cama y se tendió sobre el edredón de terciopelo. Mientras se arreglaba las solapas de la bata, él se hundió en una silla.
—Pareces exhausto —le dijo a su espalda—. ¿Por qué no vienes a recostarte? Esta cama es más que suficientemente grande para ambos.
Apoyó los brazos sobre sus muslos.
—Eso no sería apropiado.
—¿Por qué?
Bajó la intensidad de la luz de todas las velas.
—Duerme. Más tarde iré a ti.
—¿Michael? ¿Michael?
Repentinamente una ola de agotamiento la inundó. Mientras todo se oscurecía, tuvo un fugaz pensamiento de que se la había impuesto con su voluntad.
Claire se despertó en medio de una oscuridad total, con la sensación de que él se erguía sobre ella. Estaba en la cama, como si la hubiera metido entre las sábanas.
—¿Michael? —cuando no respondió, preguntó­—: ¿Es hora de que te…?
—Aún no.
No dijo nada más pero tampoco se movió, por lo que ella susurró:
—¿Qué sucede?
—¿Lo dijiste en serio?
—¿Lo de sacarte de aquí?
—No. Cuando me pediste que… ¿me tendiera junto a ti?
—Sí.
Lo oyó respirar profundamente.
—Entonces puedo… ¿acompañarte?
—Sí.
Apartó las sábanas, haciéndole lugar, mientras el colchón se hundía profundamente bajo su gran peso. Pero en vez de meterse dentro, permaneció sobre el edredón.
—¿No tienes frío? —le preguntó—. Ven adentro.
La duda no la sorprendió. El hecho de que levantara las sábanas sí.
—Me quedaré con la bata.
La cama osciló cuando se trasladó y el sonido de las cadenas le dio un escalofrío, recordándole que ambos estaban atrapados. Pero luego olió las oscuras especias y sólo pudo pensar en abrazarlo. Acercándose, le tocó le brazo. Cuando se movió bruscamente y luego se tranquilizó, se dio cuenta que había decidido estar con él.
—¿Has tenido muchos amantes? —preguntó él.
Así que también sabía lo que ella deseaba. Y tenía la sensación que se había acercado porque también estaba buscando lo mismo. De todas formas, no estaba segura de cómo responder a su pregunta sin hacerlo sentir inseguro.
—¿Los has tenido? —presionó.
—Unos cuantos. No muchos. —Siempre había estado más interesada en ganar en una mesa de negociaciones que en el sexo.
—¿Tu primera vez? ¿Cómo fue? ¿Estabas asustada?
—No.
—Oh.
—Quería terminar con ello. Tenía veintitrés años… empecé tarde.
—¿Es eso tarde? —murmuró—. ¿Qué edad tienes ahora?
—Treinta y dos.
—Cuántos. —Ahora su tono de voz denotaba exigencia, cierta agudeza. Y le gustaba el contraste con su disposición substancialmente bondadosa.
—Sólo tres.
—¿Ellos te… complacieron?
—A veces.
—¿Cuándo fue la última vez? —las palabras fueron pronunciadas rápidamente y en voz baja.
Estaba celoso y no debería haberla complacido, pero lo hizo. Deseaba que se sintiera posesivo, porque deseaba tenerlo.
—Hace un año.
Él exhaló como si se sintiera aliviado, y en el silencio que siguió, a ella le dio curiosidad.
—¿Y cuándo fue la última vez que tu… te aliviaste a ti mismo?
Se aclaró la garganta y estaba absolutamente segura que se había ruborizado.
—En la ducha.
—¿Ahora, hace un rato? —preguntó sorprendida.
—Fue hace horas. O al menos eso me parece. —Tosió un poco—. Después de acudir a ti… bueno mientras estaba contigo, me sentí… necesitado. Para resistirme, tuve que dejarte y es por eso que no te cerré adecuadamente. Tenía miedo de… tocarte.
—¿Y si yo quisiera que lo hicieras?
—No tendré relaciones sexuales contigo.
Se apoyó en un codo.
—Enciende una vela. Necesito ver tu rostro mientras hablamos de esta forma.
Las velas destellaron a ambos lados de la cama.
Estaba de espaldas, con los párpados cerrados, su cabello rojo y negro formaba un gran mar de ondas sobre la almohada blanca.
—¿Por qué no me miras? —le preguntó—. Maldición, Michael. Mírame.
—Te miro todo el tiempo. Cuando las luces están apagadas, te observo. Te miró fijamente.
—Entonces mírame a los ojos ahora.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Me duele.
Claire le recorrió el brazo con la mano. Los músculos que tenía debajo de la piel se tensaron, sus bíceps eran gruesos y bien definidos, sus tríceps estaban bien delineados.
—No debería dolerte cuando miras a una persona —le dijo.
—Para mí es demasiado cerca.
Permaneció en silencio durante un momento.
—Michael, voy a besarte. Ahora. —Cuando se dio cuenta de la exigencia que había inferido a su tono de voz, se contuvo un poco. No quería forzarlo—. Eso es si, ¿estás de acuerdo? Definitivamente puedes negarte.
Pudo sentir como le temblaba el cuerpo, el sutil estremecimiento se transmitía a través del colchón.
—Deseo que lo hagas. Hasta pienso que me voy a ahogar de tanto desearlo. Pero en definitiva tú lo sabes, ¿no es así? Sabes que por eso me acerqué a ti.
—Sí, lo sé.
Rió un poco.
—Y ese es el motivo por el cual te necesito tanto. Ves todo lo que me ocurre y no me tienes miedo. Y eres la única que ha pensado en liberarme.
Ella se acercó y esos ardientes ojos azules se volvieron hacia ella.
—Levanta la cabeza —solicitó. Cuando lo hizo, extendió la mano y liberó su cabello de la cinta de cuero. Extendiéndolo completamente, se maravilló de su belleza, y su peso y sus increíbles colores. Luego estableció contacto visual y comenzó a bajar la boca hacia la de él.
Sus párpados se abrieron, tenía la mirada desorbitada.
Se detuvo.
—¿Por qué estás asustado? —preguntó, acariciándole la frente.
Sacudió la cabeza, impaciente.
—Sólo bésame.
—Dime por qué.
—¿Y si no te gusta?
—Me gustará. Así será. —Para tranquilizarlo, hundió la cabeza y presionó suavemente los labios contra los suyos: luego le acarició la boca. Dios, era terciopelo. Y calidez. Y ardoroso anhelo.
Especialmente cuando gimió. El sonido fue totalmente masculino y de una sensualidad absoluta y su cuerpo respondió derritiéndose entre las piernas.
Para lograr que abriera la boca, lo lamió, perdiéndose en la sensación de suavidad contra suavidad, aliento contra aliento. Cuando abrió la boca, presionó dentro, encontrándose con la dureza del esmalte de sus dientes delanteros, para luego hundirse dentro. Le acarició la lengua y sintió que su pecho se elevaba bruscamente.
Preocupada de haber ido muy lejos, demasiado rápido, se apartó.
—¿Quieres detenerte…?
El gruñido pareció salir de ninguna parte y se movió tan rápido, que no pudo seguirle la pista.
La habitación giró cuando la giró, la puso de espaldas contra la cama y luego se sentó a horcajadas sobre ella, un animal macho enorme que no la asustaba en lo más mínimo. Se inclinó y el peso de su pecho comprimió el de ella y sus piernas apresaron sus caderas. Cuando acercó su rostro, estaba respirando con fuerza, sus ojos definitivamente brillaban.
—Necesito más —exigió—. Hazlo de nuevo. Más fuerte. Ahora.
Claire se recuperó rápidamente y levantó la cabeza de la almohada, fusionando sus bocas. Él también empujó, forzándola hacia abajo, profundizando el contacto. Y aprendía rápido. Con una diestra penetración, su lengua se disparó dentro de su boca y ella se agitó bajo él.
Con sus piernas rodeándola, no podía sentir su erección. Y deseaba sentirla, lo necesitaba.
Apartó la boca de un tirón.
—Ponte entre mis piernas. Tiéndete entre mis muslos.
Se levantó y miró hacia abajo, a sus cuerpos, luego usó la rodilla para separar sus piernas y fundirlos juntos.
—Oh, Dios —gimió Claire mientras él jadeaba. Su erección estaba caliente, y dura y podía sentirla a través de las capas de seda que ambos usaban. Y era enorme.
—Dime qué hacer —preguntó—. Dime…
Levantó las rodillas e inclinó la pelvis, acunándolo con su sexo.
—Frótate contra mí. Tus caderas. Muévelas.
Lo hizo hasta que ambos estuvieron jadeando y gimiendo y su cabeza terminó enterrada en el cuello de ella. La seda era un conductor, en lugar de ser una barrera, realzaba las sensaciones. Y quizás también fuera debido a las circunstancias, porque esto era como una fantasía, Claire se dejó ir, dándose permiso por una vez de sentir y nada más. No pensó en nada salvo los contornos del cuerpo de él contra el suyo propio y en la forma en que los movimientos de embestida eran absorbidos por su núcleo y en el increíble olor que emanaba de él y en la fogosidad del sexo.
Cuando se apartó, estaba lista para recibirlo en su interior. Especialmente cuando dijo:
—Quiero verte.
—Entonces quítame la bata.
Cuando se levantó, le robó el aliento. Su cabello se derramaba a su alrededor en gloriosas ondas que captaban y amplificaban el brillo de las velas. Su rostro era demasiado hermoso para ser real. Y entre sus caderas, una hambrienta, y orgullosa longitud, se estiraba detrás de la seda roja.
—Eres un sueño —dijo ella.
Sus manos temblaban cuando le sacó el lazo que tenía alrededor de la cintura y lentamente separó las dos mitades. Tomó las solapas y las deslizó hacia atrás, revelando sus pechos.
Mientras la miraba, ella notó que él estaba emitiendo un sonido extraño como el ronronear de un gato.
—Eres… espléndida —dijo, con los ojos llenos de admiración y asombro—. ¿Puedo tocarte?
Cuando asintió, extendió una de sus manos de largos dedos. Rozó el costado inferior de uno de sus pechos y luego se dirigió hacia el pico tenso y rosado. En el instante en que tocó su pezón, ella se arqueó y cerró los ojos. Su toque era como una llama, era leve y la hacía arder.
—Bésame —solicitó, tratando de alcanzar sus hombros para poder tirar de él hacia sus pechos. Cuando se dirigió hacia su boca, lo detuvo—. Esta vez que sea en los pechos. Bésamelos. Por todas partes. Tómalos en tu boca y haz rodar los pezones con tu lengua.
Michael bajó lentamente sobre su cuerpo hasta que tuvo los ojos a la altura de uno de sus pezones. Su expresión era en parte lujuria animal, como si quisiera devorarla y en parte seductora y sufrida gratitud.
La acarició con la nariz y luego la cubrió con los labios. Cuando se estremeció y unió las piernas alrededor de la mitad inferior de su espalda, chupó suavemente, aprendiendo de su cuerpo, tomándose su tiempo. Impaciente, necesitando más, ella enredó las manos en su cabello y le urgió para que actuara con más fuerza.
Él no necesitó mucho más estímulo.
Sexualmente hablando, su inclinación natural era dominar. Ella podía haber empezado como la maestra, pero a partir de ahí él se haría cargo de las cosas, conduciendo el encuentro sexual, llevándolos a los dos más alto. La observó mientras la chupaba, con ojos hambrientos y ávidos con satisfacción de macho cuando se retorcía debajo de él. Y luego volvía a besarla y le aferraba las caderas con las manos para poder frotar su erección contra ella.
En opinión de ella, habían alcanzado un punto dónde ya no podían dar marcha atrás y estaba a punto de decirlo cuando él se retiró.
Tenía la boca abierta, sus colmillos asomaban. Y en ese momento tuvo un orgasmo.
Se convulsionó bajo su cuerpo, apretando los muslos alrededor de sus caderas, su núcleo presionando hacia arriba, buscando más incluso mientras se liberaba.
Era vagamente consciente que la expresión de él se transformó en una de sorpresa. Lo cual tenía bastante sentido porque ella estaba gritando algo incoherente y clavándole las uñas.
Cuando se calmó un poco, pudo enfocar la vista.
—¿Estás bien? —inquirió.
—Dios… sí. —Tenía la voz ronca.
—¿Estás segura? ¿Qué sucedió?
—Me hiciste tener un orgasmo. —Él frunció el ceño como si estuviera tratando de imaginar si eso era algo bueno—. Fue fabuloso.
—¿Puedes hacerlo de nuevo?
Dios, apenas si podía esperar para repetirlo.
—¿Contigo? Seguro.
Su sonrisa fue sincera, nada más que un generoso y afectuoso gesto de esa increíble boca suya.
—Quiero que lo hagas de nuevo. Te ves hermosa cuando eso sucede.
—Entonces tócame entre las piernas —susurró contra sus labios—. Y lo haré.
Michael rodó saliendo de encima de ella mientras depositaba besos sobre sus pechos como si odiara dejarlos. Luego extendió la mano y la deslizó sobre su estómago, abriendo la bata completamente.
Ella tuvo un momento de preocupación. No tenía ni idea de cómo reaccionaría ante su cuerpo desnudo.
Él ladeó la cabeza mientras la seda resbalaba sobre su cuerpo.
—Tienes vello allí.
—¿Acaso tú no?
Negó con la cabeza.
—Me gusta el tuyo —murmuró, pasando los dedos de arriba abajo muy ligeramente—. Es muy suave.
—Hay algo que es aún más suave.
—¿Lo hay?
Ella abrió más las piernas y lo guió hacia dónde deseaba que fuera. Al primer contacto, se mordió el labio y giró las caderas…
Michael gimió.
—Estás… mojada.
—Estoy lista para ti.
Levantó la mano y se miró fijamente los dedos, luego los frotó uno contra otro.
—Es como seda. —Antes de que ella pudiera decir otra cosa, los deslizó dentro de su boca. Cerrando los ojos, succionó lo que le había estado tocando.
Lo que la llevó hasta el borde otra vez.
—Michael…
Y en ese momento llegó el desayuno.

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