viernes, 4 de junio de 2010

LA HISTORIA DEL HIJO/CAPITULO 6




Tres semanas después…

Claire miró hacia fuera a través de la ventana de su oficina a un cielo de otoño dolorosamente claro. La luz del sol era tan brillante y el aire tan seco que los ásperos bordes de los rascacielos se veían afilados al punto de parecer cuchillos ópticos, y los edificios herían su vista, dándole dolor de cabeza. Hombre, qué cansada estaba.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Le volvió la espalda al panorama y miró al otro lado de su escritorio.
—Oh, Mick. Eres tú.
Mick Rhodes, ex amante, compañero de firma, buen tipo por donde lo miraras, ocupaba todo el marco de su puerta.
—¿Te vas? —cuando simplemente asintió, él sacudió la cabeza—. No vas a retirarte. No puedes alejarte. ¿Qué demonios estás…?
—He perdido el ímpetu, Mick.
—¿Desde cuándo? ¡A finales de agosto estabas comiéndote para el almuerzo al abogado opositor en esa fusión de Technitron!
—Ya no siento hambre. —Lo cual era verdad en ambos casos: figuradamente, en la parte profesional y literalmente hablando. La última semana había perdido el apetito por completo.
Mick se aflojó la corbata roja de un tirón y cerró la puerta detrás de él.
—Entonces tómate unas vacaciones. Tómate un mes. Pero no tires toda tu carrera a la mierda por lo que sólo es un caso de momentánea falta de motivación. Está bien, lo de Technitron no salió bien. Ya habrá otros negocios.
Distraída, oyó el teléfono que sonaba en el escritorio de Martha que estaba en el vestíbulo justo al otro lado de la puerta. Y la conversación de otros abogados que se apresuraban a pasar frente a su oficina. Y el sonido de pájaro carpintero que emitía una impresora.
—Siempre me ha gustado tu nombre —dijo en voz baja—. ¿Alguna vez te lo había dicho?
Los ojos de Mick se desorbitaron como si pensara que estaba loca. Bueno, eso era natural. Ella misma había pensado que estaba loca desde el fin de semana del Día del Trabajador cuando en vez de trabajar, había dormido durante tres días seguidos.
La verdad era que, le preocupada haber sido la culpable del fracaso del negocio con Technitron. Desde ese fin de semana perdido, se había sentido confusa. Débil. Ansiosa y distraída.
—Claire, quizás deberías hablar con…
Sacudió la cabeza.
—Pero, ¿por qué usas Mick? Nunca te conocí con otro nombre que no fuera Mick. Michael es un nombre tan… hermoso.
—Um, sí. Escucha, realmente pienso que deberías hablar con alguien
Probablemente tuviera razón. De noche, no podía dormir porque la atormentaban sus sueños y durante el día estaba absorta por una depresión que no tenía fundamentos. Seguro, Technitron se había desbaratado, y tal vez ella tuviera parte de la culpa, pero eso solo no podía ser la causa del letargo que la dominaba ni del dolor que sentía en el centro del pecho.
Martha golpeó y metió la cabeza por la rendija de la puerta.
—Disculpa, en la línea dos tienes una llamada de tu doctora y pensé que querrías saber que la anciana señorita Leeds murió. Su mayordomo dejó un mensaje el martes y se perdió en el sistema. Justo ahora acabo de recibirlo.
La señorita Leeds.
Claire se llevó la mano a la cabeza cuando una ola de odio disociado la embargaba y le comenzaban a latir las sienes.
—Ah, gracias, Martha. Mick, hablaré contigo más tarde. A propósito, creo que el viernes es mi último día. Todavía no lo tengo completamente decidido.
—¿Qué? No puedes irte tan rápido.
—He hecho un borrador con una lista de mis casos, de mis clientes y del estado de todos mis asuntos. Dejaré el resto para que vosotros peleéis por ello.
—Jesús bendito, Claire…
—Cierra la puerta al salir. Y Martha, por favor averigua dónde y cuándo es el funeral de la señorita Leeds.
Cuando estuvo sola, levantó el teléfono.
—Claire Stroughton al habla.
—Le comunico con la Dra. Hughes.
Claire frunció el ceño y se preguntó de qué tenía que hablar con su doctora. Los resultados de los análisis que se había realizado el día anterior no iban a estar listos hasta dentro de varios días…
—Hola, Claire. —Emily Hughes era particularmente directa. Y ese era el motivo por el cual le agradaba a Claire—. Sé que estás ocupada así que no te haré perder el tiempo. Estás embarazada. Y es por eso que te sientes cansada y con nauseas.
Claire parpadeó. Luego hizo girar los ojos en las órbitas.
—No, no lo estoy.
—Tienes un embarazo de tres o cuatro semanas.
—No es posible.
—Sé que tomas la píldora. Pero los antibióticos que tomaste a finales de agosto para combatir aquel resfrío pueden haber reducido su efectividad…
—No es posible porque no he practicado el sexo. —Bueno, al menos no en la vida real. Últimamente sus sueños eran ardientes como el infierno y probablemente eran parte del motivo por el cual estaba tan exhausta. No dejaba de despertarse en medio de la noche, retorciéndose, cubierta en sudor y húmeda entre las piernas. Y aunque intentaba con todas sus fuerzas recordar el aspecto de su amante soñado, nunca lo lograba. Pero Dios, la hacía sentir espectacular… al menos hasta el final de la fantasía. Al final siempre se separaban y ella se despertaba bañada en lágrimas.
—Claire puedes quedar embarazada aunque técnicamente no hayas tenido una relación sexual.
—Está bien, déjame ser más clara. No he estado con un hombre en más de un año. Así que no estoy embarazada. Tu laboratorio debe haber mezclado mi muestra de sangre con la de otra persona. Es la única explicación lógica. Porque, confía en mí, si hubiera tenido una relación sexual, lo recordaría.
Hubo una larga pausa.
—¿Te importaría venir a sacarte otra muestra?
—No hay problema. Pasaré por allí mañana.
Cuando colgó, Claire paseó la vista por su oficina y se imaginó sacando sus diplomas de Harvard y Yale. No estaba segura de a dónde iría. Tal vez al Norte del Estado. Por ejemplo Caldwell era realmente agradable. Y en realidad no necesitaba trabajar. Tenía suficiente dinero, y si se aburría podía sacar su título y hacer algún trabajito legal para alguna persona pública. Era buena con los testamentos y cualquiera más o menos inteligente podía cerrar un trato de bienes inmuebles.
Martha golpeó y volvió a asomar la cabeza.
—El funeral de la señorita Leeds comienza en media hora, pero es privado. Sin embargo luego hay una recepción en la propiedad a la que podría llegar si sale ahora.
¿Realmente tenía deseos de conducir todo el camino hasta Caldwell? ¿Por una cliente muerta que por alguna razón ahora odiaba?
Dios, no tenía ni idea de porqué sentía ese desprecio absoluto por la pobre, anciana chiflada de la señorita Leeds.
Martha se subió las delgadas gafas de plata sobre la nariz.
—Claire… te ves como el infierno. No vayas.
Pero no podía dejar de ir. Aunque le latía la cabeza al ritmo de los latidos de su corazón y tenía el estómago completamente revuelto, de ninguna manera dejaría de conducir hasta allí. Debía ir allí.
—Pide mi coche. Voy a ir a Caldwell.

Claire aparcó al final de la entrada para coches de la propiedad Leeds, a la retaguardia de una hilera de aproximadamente cincuenta coches que se extendía hasta la mansión. No hizo uso de los servicios de los aparcacoches porque no pensaba quedarse mucho tiempo y no había razón para esperar que alguien acercara el Mercedes. Además necesitaba tomar un poco de aire fresco.
Y, por como resultaron las cosas, también iba a necesitar un frasco de aspirinas. En el instante en que salió del sedán y levantó la vista para mirar la gran casa de piedra, su cabeza aulló de dolor. Aflojándose contra la dura carrocería del Mercedes, comenzó a respirar superficialmente mientras el miedo la traspasaba.
El mal habitaba en esa casa. Había maldad en ella.
—¿Ma’am? ¿Está usted bien?
Era uno de los aparcacoches del estacionamiento. Un muchacho de unos veinte años más o menos, vestido con un polo blanco que en el pecho tenía la leyenda MCCLANE’S PARKING en letras rojas.
—Estoy bien. —Se inclinó cuidadosamente metiéndose en el coche para agarrar su bolso Birk y luego cerró la puerta. Cuando se volvió para sonreírle al muchacho, la estaba mirando con curiosidad como si estuviera a punto de desmayarse y él estuviera rezando para que no lo hiciera en su guardia.
—Ah, ma’am, vine a buscar ese coche. —Dijo señalando con la cabeza al Lexus que estaba frente a ella—. ¿Desea que la lleve hasta la casa en él?
—Gracias, pero iré caminando.
—Está bien… si está segura.
Subió por la entrada para coches, con los ojos fijos en la casa de piedra gris. Cuando llegó a la puerta principal y levantó el llamador, estaba temblando. Estaba mareada y débil y se sentía como si tuviera gripe otra vez; su cuerpo era asaltado por oleadas de calor y de frío y le latía la cabeza.
Fletcher abrió la puerta.
Al quedar frente al anciano, Claire retrocedió tambaleándose y sin ningún motivo aparente su pánico se salió de control.
Sin embargo fue abruptamente rescatada.
Sus instintos de abogada, los que la hacían tan eficiente a la hora de confrontar a los abogados de la oposición, los que la convertían en una negociadora mortal, los que habían tomado el control una y otra vez cuando no podía permitirse que sus emociones afloraran… sus instintos sujetaron al repentino pánico y a su espanto y la calmaron instantáneamente.
Nunca demuestres debilidad ante tus enemigos. Jamás.
Aunque por qué demonios el anciano mayordomo le provocaba semejante reacción, ¿quién infiernos podría saberlo? De todas formas se sentía agradecida porque al menos ya no sentía como si fuera a desmayarse. Antes estaba confusa, ahora se sentía segura.
Claire sonrió serenamente y extendió la mano, oyendo los sonidos del velatorio que tenía lugar dentro de la casa.
—Mi más sentido pésame. Traje el testamento. —Dijo palmeando su bolso.
—Gracias, señorita Stroughton. —Fletcher bajó la vista, sus ojos de párpados caídos, descendiendo aún más de lo habitual—. La extrañaré.
—Podemos leer el testamento la semana que viene o después del velatorio. Lo que le venga mejor.
Asintió.
—Sería mejor hacerlo esta noche. Gracias por su consideración.
—No hay problema. —Claire le sonrió y aferró firmemente las correas de su bolso. Mientras entraba al vestíbulo, el hecho de querer usar lo mejor de Hermes como arma contra él fue toda una sorpresa.
Claire se unió a la muchedumbre de gente que se arremolinaba entre el comedor y la sala. Saludó con la cabeza a algunos colegas, muchos de los cuales eran Jefes Ejecutivos de compañías en las cuáles la familia Leeds tenía intereses y la firma de Claire representaba. Del resto de los cien hombres y mujeres que había allí, suponía que al menos la mitad pertenecía al personal jerárquico de varias obras de caridad. Sin duda anticipando el gran día de pago.
Mientras chocaba contra otros hombros, declinaba hors d’oeuvres y trataba de imaginar porqué había adoptado una modalidad defensiva cuando no había nada contra lo cual luchar, sus ojos continuaban desviándose hacia la escalera principal. Había algo en ella… algo… detrás de ella.
Abriéndose camino entre la multitud, fue hasta el pie de la gran extensión de peldaños ascendentes. Al poner la mano en la balaustrada ornamentada, oyó una voz en su mente, una que superó todo el ruido de la charla, su dolor de cabeza y su impulso de matar a Fletcher.
Detrás de las escaleras. Ve detrás de las escaleras. Encuentra el ascensor.
Sin detenerse a pensar cómo sabía lo que había detrás, se deslizó alrededor del flanco de la escalera y siguió hasta entrar en un pequeño nicho…
Dónde había un ascensor. Uno antiguo de bronce y cristal.
Súbete y ve al sótano.
La voz no admitía discusiones, y extendió la mano para deslizar la portilla con filigranas. Justo antes de entrar miró hacia arriba. En la parte superior había una bombilla montada.
Si usaba el ascensor, esa cosa iba a enviar una señal. Y sus instintos le indicaban que debía ocultar sus huellas. Si Fletcher se enteraba hacia dónde se dirigía, no lograría…
Bueno, mierda, no sabía lo que tenía que hacer. Lo único que tenía claro era que debía llegar al sótano sin que él lo supiera.
Mirando por encima del hombro, vio una puerta que estaba detrás de la escalera curvada y se dirigió hacia allí. Había un cerrojo de metal que descorrió antes de probar con el picaporte.
Negocio redondo.
Al otro lado, había un tramo de toscas escaleras, iluminado por sombrías y amarillentas bombillas antiguas. Miró hacia atrás. Nadie le estaba prestando atención y lo que era más importante, Fletcher no estaba a la vista.
Deslizándose hacia las escaleras, cerró la puerta a sus espaldas y comenzó a descender, sus tacones repiqueteaban contra el suelo haciendo eco a su alrededor.
Maldición, hacían mucho ruido.
Hizo una pausa, se sacó los zapatos y los metió en el Birkin. Ahora sin hacer ruido, podía moverse inclusive más rápidamente, sus instintos estaban en alerta total. Dios, la escalera parecía no tener fin, las paredes y el suelo de piedra le recordaban a una pirámide egipcia, y antes de llegar al primer descanso ya sentía como si hubiera recorrido medio camino hacia China. Y aún le faltaba mucho que andar.
Mientras bajaba, la temperatura iba descendiendo, lo cual era algo positivo. Cuanto más fresco se ponía, más se concentraba ella, hasta que su dolor de cabeza desapareció y su cuerpo se convirtió en pura energía comprimida. Sentía como si estuviera en una misión de rescate, aunque maldita fuera si sabía a quién o qué iba a sacar del sótano.
Las escaleras terminaban en un corredor hecho de la misma piedra que el resto de la casa. Las luces incrustadas en el techo brillaban tenuemente, apenas penetrando la oscuridad.
¿Debía ir hacia la izquierda o hacia la derecha? Hacia la izquierda, sólo había más pasillo. Hacia la derecha… sólo había más pasillo.
Ve hacia la derecha.
Caminó unos cuarenta y cinco metros, tal vez sesenta y cinco y sus pies con medias no emitían sonido, lo único que se escuchaba era el golpear de su bolso contra sus costillas y el roce de sus ropas. Estaba a punto de perder la esperanza y darse la vuelta cuando encontró… una puerta enorme. La cosa era como algo que podrías esperar encontrar en las mazmorras de un castillo, toda claveteada con soportes de hierro y con un cerrojo en forma de barra deslizante tan grueso como su muslo.
En el momento en que la vio comenzó a llorar descontroladamente.
Sollozando, se acercó a los fuertes paneles de roble. Más o menos a la altura de sus ojos, había una especie de mirilla. Se puso de puntillas y miró…
—No debería estar aquí abajo.
Se giró en redondo. Fletcher estaba de pie justo detrás de ella y tenía uno de sus brazos discretamente metido detrás de la espalda.
Claire se enjugó los ojos.
—Estoy perdida.
—Sí, lo está.
Deslizó una mano dentro de su bolso y la otra en el bolsillo de la chaqueta de su traje.
—¿Por qué vino aquí abajo? —preguntó el mayordomo, acercándose.
—Me estaba sintiendo mal. Cuando encontré la puerta detrás de las escaleras, estaba buscando la forma de alejarme de la multitud así que simplemente me puse a deambular hasta que llegué aquí.
—¿En lugar de salir a los jardines?
—Allí había gente. Mucha gente.
No le estaba creyendo y a Claire no le importaba. Necesitaba que se acercara sólo un poco más.
—¿Por qué no entró en una de las salas de estar?
Cuando estuvo a tiro, sacó uno de sus zapatos del bolso y lo arrojó, haciendo que rebotara varias veces. Fletcher giró sobre sí mismo para mirar qué estaba provocando el ruido y en el ínterin sacó el Mace que tenía en el llavero y lo puso a la altura de sus ojos… cuando se dio la vuelta y levantó la jeringuilla hipodérmica que tenía en la palma de la mano, le dio justo en medio de la cara.
Con un alarido, dejó caer lo que iba a usar en ella y se protegió los ojos, tambaleándose hacia atrás hasta que golpeó contra la pared contraria.
Por supuesto que el Mace era ilegal en Nueva York. Y gracias a Dios que esa era una Ley que venía infringiendo desde hacía diez años.
Moviéndose velozmente, Claire tomó la aguja, la hincó en la parte superior del brazo del mayordomo y empujó el émbolo con fuerza. Fletcher chilló y luego se desplomó formando un montoncito en el suelo de piedra.
No sabía si estaba muerto o sólo sedado así que no tenía ni idea de cuánto tiempo tenía. Corrió hacia la puerta de la prisión, y se rompió dos uñas luchando para correr la barra de hierro y abrir la puerta.
La angustia la ponía frenética, dándole la fuerza para levantar y hacer a un lado lo que parecían cientos de kilos de hierro. Cuando la barricada estuvo fuera de su camino, asió el tirador, lo empujó hacia abajo, y uso todo su cuerpo para arrastrar la puerta y abrirla.
Luz de velas. Libros. Un oscuro y exquisito aroma…
Sus ojos se dispararon atravesando la distancia. Hacia un hombre con expresión de absoluta incredulidad, que estaba poniéndose de pie junto a una mesa llena de… dibujos de ella.
La cabeza de Claire flotaba, un dolor aturdidor la privó de la vista. Su cuerpo se aflojó y luego las rodillas cedieron por completo, el suelo de piedra no iba a constituir un buen amortiguador para su caída.
De repente unos brazos fuertes estaban rodeándola, levantándola, llevándola hacia… una cama con edredón de terciopelo y almohadas tan suaves como el ala de una paloma.
Levantó la vista hacia el hombre y las lágrimas inundaron sus ojos al tocarle el rostro. Dios, su hermoso rostro era el del amante que veía en sueños, el que la mantenía despierta durante la noche, por el que había llorado durante el día.
—¿Cómo regresaste? —le preguntó.
—¿Quién eres?
Él sonrió.
—Mi nombre es Michael.
El dolor en sus sienes cesó abruptamente… y luego regresaron sus recuerdos, en un rápido tiroteo que formó un collage de imágenes y sentimientos, olores y gustos… todos de ella y Michael, juntos en esta habitación.
Claire se aferró a él y enterró el rostro en su cabello, sollozando porque casi lo pierde, por el hecho de que si la señorita Leeds no hubiera muerto en ese momento, Claire nunca hubiera regresado porque había decidido dejar la firma.
Y luego se cabreó y lo empujó.
—¡¿Por qué demonios hiciste eso?! ¡¿Por qué me dejaste ir?! —le dio un puñetazo en el pecho—. ¡Me dejaste ir!
—Lo siento mi amor.
—¡No me vengas con mi amor! —Iba a seguir con la perorata cuando se le ocurrió que tal vez el mayordomo sólo estuviera temporalmente incapacitado. No tenía ni idea de lo que había en la jeringa… y el bastardo tenía esa extraña fuerza suya.
Claire abrazó a Michael con fuerza y se forzó a si misma a calmarse.
—De acuerdo… está bien… mira, discutiremos esto más tarde. En este momento, te vienes conmigo.
¿Aunque cómo iba a sacarlo de la casa? Demonios, ¿cómo iba ella misma a levantarse y ponerse en movimiento? El dolor de cabeza había desaparecido, pero se sentía mareada…
Joder. Realmente estaba embarazada.
Claire miró a Michael.
—Te amo.
A él se le transformó el rostro, la tensión lo abandonó, sus hermosas facciones se vieron inundadas por un amor tan profundo y ardiente que la angelical visión le hizo arder los ojos.
—No lo merezco, pero cuánto lo agradezco…
—Con todo el respeto y cariño que te tengo debo decirte que, cortes con esa basura de «no lo merezco». Ahora ayúdame a salir de esta cama. —Cuando se levantaron se tambaleó un poco; luego miró el grillete que tenía en el tobillo.
—Debemos sacarte esa cosa.
Michael dio un paso atrás y sacudió la cabeza.
—No puedo ir. No puedo salir de aquí. No me dejarán. Fletcher y Madre…
—Tu madre está muerta —le informó lo más gentilmente que pudo… considerando que deseaba desenterrar a la mujer para poder matarla otra vez.
Michael empalideció. Parpadeó varias veces.
—Y Fletcher está desmayado en el suelo del pasillo. —Cuando no obtuvo respuesta, tomó su mano entre las de ella—. Michael, quisiera ayudarte con lo que estás sintiendo en este momento, pero no tenemos tiempo. Debemos sacarte de aquí. Necesito que te concentres.
—Yo… ¿a dónde iré?
—Vas a venir a vivir conmigo. Si lo deseas. Y aún si no deseas eso, serás libre. Para hacer lo que quieras.
Paseó la vista por toda la habitación, demorándose en la cama y los libros.
Pensó que iba a luchar para quedarse. Como consecuencia de las décadas de aislamiento y abuso. Necesitaba sacudirlo de alguna forma…
Tomó la palma de su mano y la colocó sobre su estómago.
—Michael, durante el tiempo que estuve contigo, creamos algo juntos. Un bebé. Está dentro de mí. Tengo a tu hijo dentro de mí. Necesito que vengas conmigo. Con… nosotros.
Se puso mortalmente pálido. Y luego…
Bueno, el cambio en él podría haberla asustado si no hubiera tenido fe ciega en que nunca la lastimaría. Pareció hacerse más grande, aún cuando su cuerpo permaneció igual, sus ojos se entrecerraron, su rostro se volvió una máscara de poderío masculino… y categórica agresividad.
—¿Mi bebé? ¿Mi hijo?
Asintió aunque ahora le preocupaba si había hecho lo correcto al decírselo…
La agarró y tiró de ella abrazándola con tanta fuerza que se le doblaron los huesos. Cuando enterró la cabeza en su cabello, su voz bajó hasta convertirse en un gruñido.
—Mía —dijo—. Eres mía. Siempre.
Claire rió un poco. Y allí quedaban sus preocupaciones acerca de si él querría experimentar la vida sin ella.
—Bien. Supongo que estamos comprometidos. Ahora muévete. Debemos salir de aquí.
—¿Estás bien? Primero dime si estás bien.
—Hasta donde sé está todo bien. Me acabo de enterar.
—¿Estás segura?
—Puedo hacer lo que quiera. Soy joven y estoy sana. —Le puso la mano en el rostro—. Debemos irnos. Realmente debemos irnos.
Michael asintió y la soltó. Caminando calmadamente, se dirigió al lugar donde la cadena que tenía fija a su tobillo estaba empotrada en la pared y le dio a la maldita cosa un feroz tirón. Un gran pedazo de masonería salió con ella, algo del tamaño de una cabeza, y Michael balanceó la bola y la estrelló contra la pared, liberándola.
Luego volvió a su lado como si no hubiera pasado nada.
—¡Jesús Bendito! ¿Por qué no habías hecho eso antes?
—No tenía ningún lugar a dónde ir. Ningún lugar mejor en dónde estar. —Miró sus libros por última vez; luego levantó la cadena, se la enrolló alrededor del brazo, y galantemente la rodeó con el brazo—. Vamos.
Salieron juntos. Fletcher continuaba tirado sobre el suelo de piedra, pero tenía los ojos abiertos y pestañeaba lentamente.
—Mierda —dijo mientras Michael miraba al mayordomo. Después de examinarle la cabeza rápidamente, murmuró—: Dejémoslo aquí.
Después de todo, si tomabas en cuenta que el hombre había secuestrado unas cincuenta mujeres y había encerrado ilegalmente al hijo de su empleadora durante medio siglo, era improbable que fuera a perseguirlos por la vía legal. Y pedirle a Michael que matara al tipo era demasiado espantoso como para siquiera considerarlo. Probablemente porque Michael lo haría si ella se lo pedía.
Tiró del brazo de su hombre.
—Vamos. Sigamos… —el velatorio de arriba era una complicación—. Mierda, hay unas cien personas en la casa. ¿Cómo podemos…?
De repente Michael se puso alerta.
—Conozco una salida. De cuando era niño. Vamos por este lado.
Habían avanzado unos nueve metros cuando se giró en redondo. La aguja. Sus huellas dactilares estaban en la aguja hipodérmica. En el altamente improbable caso de que Fletcher decidiera perseguirla, sería más difícil sin ese tipo de evidencia. Y su zapato. Debía recuperar su zapato.
Era mejor cubrir todo rastro.
—¡Espera! —Regresó corriendo. Buscó la aguja. La encontró todavía clavada en el brazo del hombre. El levantó la vista hacia ella en el momento en que tiraba para sacarla y se la ponía en el bolso. Estaba moviendo la boca. Abriéndola y cerrándola como un pez.
Después de agarrar el zapato, fue hacia dónde estaba Michael, pero sentía las piernas como si fueran de goma.
—Estás débil —dijo frunciendo el ceño.
—Estoy bien…
La levantó en brazos y comenzó a caminar el doble de rápido de lo que ella hubiera podido, sus enormes zancadas devoraban las distancias por los pasillos del sótano. Se movía con rapidez y decisión, lo que la sorprendió un poco y le recordó que a pesar de su naturaleza dulce, era un hombre, un hombre que tenía a su mujer en brazos. Y Dios, qué fuerte era. Estaba cargando todo su peso más el de la cadena y nada de eso parecía enlentecerlo en lo más mínimo.
Cuando llegó a una sólida puerta que estaba en el lejano, lejano extremo del pasillo del sótano, se inclinó a un lado y comprobó el picaporte. Cuando éste se negó a moverse dio dos pasos atrás, pateó la puerta de lleno y la hizo pedazos.
—Cristo —exclamó—. Haces que Terminator se vea como un niño de dos años.
—¿Qué es un Terminator?
—Más tarde.
Afuera, el frío aire de la noche se precipitó sobre ellos y Michael vaciló, abriendo ampliamente los ojos. Comenzó a respirar más profundamente, como si estuviera sufriendo un ataque de pánico.
—Bájame —le pidió suavemente, sabiendo que iba a necesitar un minuto para orientarse.
La bajó lentamente y miró el cielo, los árboles y el vasto terreno de los jardines de la propiedad. Luego miró el monolito de piedra en el que había estado prisionero durante tanto tiempo. Podía imaginar lo perdido que debía sentirse y cómo debían estar bullendo sus emociones, lo conflictivo que debía ser para él dejar el claustrofóbico bienestar de su prisión. Pero no tenían tiempo para permitir que se aclimatara.
—Michael mi coche está al final de la entrada para coches. Que está en la parte delantera de la casa.
—Puedo hacer esto —susurró.
—Sí, puedes.
Tomó su mano, que estaba húmeda y caliente, y tiró de él. Sin dudarlo, él enroscó las cadenas y la guió por el costado de la inmensa casa.
Su coche estaba aparcado dónde lo había dejado y se apresuraron a cruzar el jardín manteniéndose cerca de una hilera de setos. A través de las medias podía sentir el césped mojado y elástico bajo sus pies y sus pulmones capturaron el límpido oxígeno del otoño.
Por favor, Dios, deja que escapemos de una sola pieza.
Cuando tuvo el Mercedes a tiro, accionó el remoto y las luces del sedán parpadearon.
—¿Qué clase de coche es este? —preguntó Michael aturdido—. Parece una nave espacial—. Luego miró los otros—. Todos parecen…
Ese no era el momento para que canalizara su Coche & Conductor interno.
—Entra.
—¿Ma’am?
Claire levantó la vista. El aparcacoches del parking, el chico que había visto antes, estaba acercándose por la entrada para coches. Parecía confundido, como si no pudiera explicarse de dónde había salido ella. O tal vez sólo le sorprendiera verla con un hombre enorme que llevaba puesta una bata de seda roja y tenía una cadena enrollada alrededor del brazo.
—Me iba —dijo saludándolo con la mano mientras le siseaba a Michael—: Métete en el maldito coche.
El chico se frotó el cabello erizado.
—Ah…
—Gracias por tu ayuda. —A pesar de que no le había prestado ninguna.
Sintió más que alivio cuando arrancó el motor y comenzó a salir del lugar…
Otro Mercedes apareció justo detrás de ella, listo para hacer uso de la entrada para coches y evitando que pudiera dar marcha atrás o hacer un giro en U para salir directamente a la calle. No tuvo más opción que dirigirse hacia el circuito que estaba frente a la mansión dónde los aparcacoches estaban alineados y la gente se paseaba.
Maldita fuera.
—Baja la cabeza —le dijo a Michael al aproximarse a la puerta principal.
Por favor, por favor, por favor…
Justo cuando llegaba a la altura de la mansión, una pareja mayor salía para subirse a su coche. Con el Mercedes en la cola y el Cadillac de la pareja bloqueándole el camino, estaba atrapada.
El sudor se deslizó entre sus pechos y debajo de sus brazos y sus manos se tensaron sobre el volante.
La puerta principal se abrió y tuvo la seguridad de que iba a ver salir al mayordomo tambaleándose.
Pero sólo era otra pareja mayor, sosteniendo el resguardo en la mano mientras se acercaba al aparcacoches.
Los ojos de Claire saltaron hacia el coche que tenía delante. El hombre estaba detrás del volante pero la mujer estaba charlando con el chico que le estaba sosteniendo la puerta abierta. ¡Muévete, Abuela! Por supuesto que la mujer no lo hizo. Cuando finalmente se sentó desplegó su falda y pareció que se le quejaba un poco al esposo, luego se giró nuevamente hacia el aparcacoches.
Ciento cincuenta y cinco millones de años después, las luces de freno del Cadillac destellaron y el sedán comenzó a moverse a una velocidad penosa.
Con el corazón retumbando, las manos tensas y los pulmones solidificados, Claire le rogó y le suplicó al universo que los dejara escapar.
Y entonces ocurrió.
El Cadillac bajó la colina. Y así lo hizo ella. Y luego entró en la carretera detrás de la pareja. Y luego comenzó a avanzar a cincuenta kilómetros por hora alejándose de la propiedad Leeds.
En cuanto vio la línea discontinua, pisó el acelerador y rebasó al Cadillac.
Con los ojos fijos en la carretera, rebuscó dentro de su bolso. Necesitaba su móvil. Dónde estaba su… lo sacó y presionó el marcado rápido.
Mientras el teléfono sonaba, miró a Michael. Estaba parapetado en el asiento, con los brazos estirados, uno contra la puerta y el otro sobre el apoyabrazos, y tenía las piernas embutidas debajo de la guantera. Estaba blanco como la pasta dental y sus ojos rebotaban de un lado a otro dentro de su cráneo.
—Ponte el cinturón de seguridad —le dijo—. Está a tu derecha. Baja la mano y tira de él por encima de ti, como hice yo con el mío.
Encontró la correa y tiró de ella envolviéndose a sí mismo, luego reasumió su posición de venado-frente-a-los-faros, preparándose para un choque inminente que no iba a suceder.
Se le ocurrió que era muy probable que nunca hubiera estado en un coche antes.
—Michael, no puedo bajar la velocidad. Yo…
—Estoy bien.
—Vamos a… —Su llamada fue respondida, el saludo del hombre le brindó un alivio increíble—. ¿Mick? Gracias a Dios. Escucha, voy de camino a tu casa y necesito algunos favores. Grandes favores que nunca seré capaz de retribu… gracias. Oh Jesús, gracias. Cerca de una hora. Y llevo a alguien conmigo. —Colgó y miró a través del asiento—. Esto va a salir bien. Vamos a casa de un amigo que vive en Greenwich, Connecticut. Podemos quedarnos allí. Nos va a ayudar. Todo va a estar bien.
Al menos esperaba que así fuera. Había asumido que el mayordomo no iba a perseguirlos por canales legítimos, pero mientras conducía en la noche, se dio cuenta que había otras formas de perseguir a alguien. Formas que no involucraban el sistema legal humano. Mierda. No había forma de saber qué tipo de recursos tenía Fletcher a su disposición, y era inteligente porque durante todo este tiempo había conseguido los recursos suficientes para salir impune con lo que había hecho.
Lo que significaba que se habría fijado en su matrícula. Y que también sabía dónde vivía, ¿verdad? Porque… Oh, Dios después de los tres días pasados con Michael, se había despertado en su cama, en su casa. De alguna forma Fletcher la había llevado de regreso allí.
Quizás él también tenía algunos trucos mentales a su disposición.
Quizás deberían haberlo matado.

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