sábado, 21 de mayo de 2011

AMANTE DESATADO/PROLOGO

    PRÓLOGO

Greenwich Country Day School
Greenwich, Connecticut
Veinte años atrás.

—Cógela ya Jane.
Jane Whitcomb agarró la mochila.
—Vienes, ¿verdad?
—Te lo dije esta mañana. .
—Ok. —Jane miró a su amiga dirigirse cuesta abajo por la acera hasta que sonó una bocina. Enderezándose la chaqueta, cuadró los hombros y se volvió hacia el Mercedes-Benz. Su madre estaba mirando fijamente por la ventanilla del acompañante, con el ceño fruncido.
Jane se apresuró a cruzar la calle, la llamativa mochila que contenía el contrabando haciendo demasiado ruido, en su opinión. Saltó al asiento trasero y escondió la cosa bajo sus pies. El coche comenzó a rodar antes de que hubiera cerrado la puerta.
—Tu padre vendrá a casa esta noche.
—¿Qué? —Jane se subió las gafas sobre la nariz—. ¿Cuándo?
—Esta noche. Así que me temo que…
—¡No! ¡Lo prometiste!
Su madre miró por encima del hombro.
—Espero tus disculpas, jovencita.
Jane exclamó.
—Me lo prometiste para mi cumpleaños número trece. Se suponía que Katie y Lucy…
—Ya llamé a sus madres.
Jane se dejó caer contra el respaldo del asiento.
La madre levantó los ojos hacia el espejo retrovisor.
—Quita esa expresión de tu rostro, gracias. ¿Crees que eres más importante que tu padre? ¿Lo crees?
—Por supuesto que no. Es Dios.
El Mercedes se desvió hacia la cuneta con una sacudida y los frenos chirriaron. Su madre se giró, levantó la mano, y sostuvo la pose, con el brazo temblando.
Jane se encogió aterrada.
Después de un momento de indecisa violencia, su madre se volvió, alisándose el cabello perfectamente peinado con la palma de una mano, que se veía tan firme como el agua hirviente.
—Tú… no te reunirás con nosotros para la cena de esta noche. Y me desharé del pastel.
El coche comenzó a andar nuevamente.
Jane se enjuagó las mejillas y bajó la vista hacia la mochila. Nunca había dormido fuera de casa antes. Había rogado por meses.
Arruinado. Ahora todo estaba arruinado.
Permanecieron en silencio todo el camino de vuelta a casa, y cuando el Mercedes estuvo en el garaje la madre de Jane salió del coche y caminó hacia la casa sin mirar atrás.
—Ya sabes a donde ir —fue todo lo que dijo.
Jane se quedó en el coche, tratando de recomponerse. Luego tomó la mochila y los libros y se arrastró a través de la cocina. Richard, el cocinero, estaba inclinado sobre el cubo de la basura tirando un pastel decorado con una cobertura de azúcar y flores de color rojo y amarillo.
No le dijo nada a Richard porque tenía la garganta apretada como un puño. Richard no le dijo nada porque no la apreciaba. No apreciaba a nadie a excepción de Hannah.
Mientras Jane pasaba por la puerta de servicio dirigiéndose al comedor, no quería encontrarse con su hermana menor y rezó porque Hannah estuviera en la cama. Se había sentido enferma esa mañana. Probablemente debido a que tenía que hacer un resumen acerca de un libro.
De camino hacia la escalera, Jane vio a su madre en la sala.
Los cojines del sillón. Otra vez.
Su madre todavía llevaba el abrigo de lana azul pálido y tenía la bufanda de seda en la mano, y sin lugar a duda se iba a quedar así vestida hasta que estuviera satisfecha con la forma en que lucían los cojines. Lo que podría tardar un rato. Los estándares con los que los comparaban eran los mismos estándares que para el cabello: suavidad total.
Jane subió a su habitación. La única esperanza a estas alturas era que su padre llegara después de la cena. De esa manera, aunque se enteraría de que estaba castigada, al menos no tendría que observar su asiento vacío. Al igual que su madre, odiaba cualquier cosa fuera de lugar, y que Jane no estuviera en la mesa era algo totalmente fuera de lugar.
La extensión del sermón que obtendría de él sería más larga de esa forma, porque tendría que incluir ambas cosas, tanto la decepción que le causaba a la familia con su ausencia en la comida, como también el hecho de que había sido maleducada con su madre.
En la planta alta, la habitación amarilla dorada de Jane era como todo el resto de la casa: suave como el cabello y los cojines del sillón y la forma en que hablaban las personas. Nada fuera de lugar. Todo era de la clase de congelada perfección que veías en las revistas del hogar.
Lo único que no encajaba era Hannah.
Metió la mochila en el armario, sobre los mocasines y los Mary Janes[1], luego Jane se cambió el uniforme del instituto por un camisón de franela Lanz. No había razón para vestirse. No iba a ir a ningún lado.
Llevó la pila de libros hacia el blanco escritorio. Tenía deberes de inglés. Álgebra. Francés.
Miró hacia su mesita de noche. Noches de Arabia la esperaba.
No podía pensar en una forma mejor de pasar el castigo, pero los deberes venían primero. Tenía que ser así. Si no se sentiría muy culpable.
Dos horas después estaba en la cama con Noches sobre el regazo cuando se abrió la puerta y apareció la cabeza de Hannah. Su rizado cabello pelirrojo era otra rareza. El resto de ellos eran rubios.
—Te traje comida.
Jane se sentó, preocupada por su hermana menor.
—Te meterás en problemas.
—No, eso no ocurrirá —Hannah se deslizó dentro, llevando una pequeña cesta en la mano con una servilleta de tela, un sándwich, una manzana y una galleta—. Richard me lo dio a mí para que pudiera tomar un tentempié durante la noche.
—¿Y qué hay de ti?
—No tengo hambre. Aquí tienes.
—Gracias, Han —Jane tomó la cesta mientras Hannah se sentaba al pie de la cama.
—Entonces ¿qué fue lo que hiciste?
Jane sacudió la cabeza y mordió el sándwich de rosbif.
—Me enfadé con mamá.
—¿Porque no podías tener tu fiesta?
—Uh-huh.
—Bueno… tengo algo para animarte —Hannah deslizó un pedazo de cartulina doblada sobre el edredón—. ¡Feliz cumpleaños!
Jane miró la tarjeta y parpadeo rápidamente un par de veces.
—Gracias… Han.
—No estés triste, yo estoy aquí. ¡Mira tu tarjeta! La hice para ti.
En el frente, dibujadas con la torpe mano de su hermana, había dos figuras pegadas. Unas tenía cabello lacio y rubio y la palabra Jane escrita debajo. La otra tenía rizado cabello pelirrojo y tenía el nombre Hannah a sus pies. Estaban tomadas de la mano y tenían amplias sonrisas sobre los redondos rostros.
Justo cuando Jane iba a abrir la tarjeta, un par de faros se deslizaron por el frente de la casa y comenzaron a avanzar por la entrada de coches.
—Papá está en casa —siseó Jane—. Será mejor que salgas de aquí.
Hannah no parecía tan preocupada como lo estaría habitualmente, probablemente porque no se sentía bien. O tal vez estaba distraída con… bueno, con lo que fuera que Hannah se distrajera. Se pasaba la mayor parte del tiempo soñando despierta, probablemente era por eso que estaba feliz todo el tiempo.
—Ve, Han, en serio.
—Vale. Pero realmente lamento que se haya suspendido tu fiesta —Hannah se arrastró hacia la puerta.
—Hey, Han. Me gusta la tarjeta.
—No miraste dentro.
—No tengo que hacerlo. Me gusta porque la hiciste para mí.
El rostro de Hannah reveló una de sus sonrisas de margarita, del tipo que le recordaba a Jane los días soleados.
—Es acerca de ti y de mí.
Mientras la puerta se cerraba, Jane escuchó las voces de sus padres que subían desde el vestíbulo. Velozmente se comió el tentempié de Hannah, metió la cesta entre los pliegues de las cortinas próximas a la cama, y fue hacia la pila de libros escolares. Tomó el libro Memorias del Club Pickwick de Charles Dickens y lo llevó a la cama con ella. Se imaginaba que si estaba trabajando en cosas del instituto cuando su padre entrara, le ganaría algunos puntos a favor.
Sus padres subieron una hora después y se tensó, esperando que su padre llamara. No lo hizo.
Lo que era raro. Era, en su carácter dominante, tan fiable como un reloj, y había un extraño consuelo en su carácter previsible, aunque no le gustara tratar con él.
Dejó de lado Pickwick, apagó la luz, y metió las piernas bajo el edredón con volantes. Yaciendo bajo el dosel de la cama no podía dormir, y eventualmente escuchó el reloj del abuelo que estaba en la parte superior de la escalera tañer doce veces.
Medianoche.
Saliendo de la cama, fue hacia el armario, sacó la mochila y la abrió. El tablero de Ouija cayó hacia fuera, abriéndose y aterrizando boca arriba sobre el suelo. Lo agarró con un respingo, como si pudiera haberse roto algo y luego tomó el puntero.
Ella y sus amigas habían estado esperando para jugar ese juego porque todas querían saber con quién se iban a casar. A Jane le gustaba un chico llamado Victor Browne, que estaba en su clase de matemáticas. Últimamente habían estado hablando un poco, y realmente pensaba que podrían formar pareja. El problema era que no estaba segura de lo que él sentía por ella. Tal vez sólo le agradara porque le daba todas las respuestas.
Jane dejó el tablero sobre la cama, descansó las manos en el puntero e hizo una honda inspiración.
—¿Cuál es el nombre del chico con el que me voy a casar?
No esperaba que la cosa se moviera. Y no lo hizo.
Después de intentarlo un par de veces más se recostó hacia atrás frustrada. Después de un minuto golpeó la pared detrás de la cabecera de la cama. Su hermana le devolvió el golpe, y un poco después Hannah entraba a hurtadillas a través de la puerta. Cuando vio el juego, se entusiasmó y saltó sobre la cama, haciendo rebotar el puntero en el aire.
—¿Cómo se juega?
—¡Shhh! —Dios, si las atrapaban así, serían realmente castigadas. De por vida.
 —Lo siento —Hannah subió las piernas y se abrazó a ellas para evitar volver a meter la pata—. ¿Cómo…?
—Le haces preguntas y te dice las respuestas.
—¿Qué podemos preguntar?
—Con quién nos vamos a casar. —Vale, ahora Jane estaba nerviosa. ¿Qué pasaba si la respuesta no era Víctor?—. Empecemos contigo. Pon los dedos sobre el puntero, pero no empujes ni nada. Sólo… así, sip. Ok… ¿Con quién se va a casar Hannah?
El puntero no se movió. Incluso después de que Jane repitiera la pregunta.
—Está roto —dijo Hannah, quitando las manos.
—Déjame probar con otra pregunta. Pon las manos otra vez. —Jane inspiró profundamente—. ¿Con quién me voy a casar yo?
Un leve sonido chirriante se elevó desde el tablero cuando el puntero comenzó a moverse. Cuando descansó sobre la letra V, Jane tembló. Con el corazón en la garganta, lo observó moverse hacia la letra I.
—¡Es Víctor! —dijo Hannah—. ¡Es Víctor! ¡Vas a casarte con Víctor!
Jane no se molestó en hacer callar a su hermana. Esto era demasiado bueno para ser ver…
El puntero aterrizó sobre la letra S. ¿S?
—Esto está mal —dijo Jane—. Esto tiene que estar mal…
—No te detengas. Veamos quién es.
Pero si no era Víctor, no sabía quién podría ser. Y qué tipo de chico tenía un nombre como Vis…
Jane luchó para redireccionar el puntero, pero insistía en ir hacia la letra H. Luego O, U y otra vez la S.
VISHOUS.
El temor revistió el interior de las costillas de Jane.
—Te dije que estaba roto —murmuró Hannah—. ¿Quién se llama Vishous?
Jane apartó la vista del tablero, luego se dejó caer hacia atrás sobre las almohadas. Este era el peor cumpleaños que había tenido.
—Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo —dijo Hannah. Cuando Jane dudó, frunció el ceño—. Vamos, yo también quiero una respuesta. Es lo justo.
Volvieron a poner los dedos sobre el puntero.
—¿Qué me regalarán para Navidad? —preguntó Hannah.
El puntero no se movió.
—Inténtalo con una pregunta que implique un o un no para comenzar —dijo Jane aún asustada por la palabra que le había salido a ella. ¿Tal vez el tablero no sabía deletrear?
—¿Me regalarán algo para Navidad? —dijo Hannah.
El puntero comenzó a chirriar.
—Espero que sea un caballo —murmuró Hannah mientras el puntero hacía un círculo—. Debí haber preguntado eso.
El puntero se detuvo en el no.
Ambas lo miraron fijamente.
Hannah se abrazó a sí misma.
—Yo también quiero regalos.
—Es sólo un juego —dijo Jane, cerrando el tablero—. Además, la cosa en verdad está rota. Se me cayó.
—Quiero regalos.
Jane se estiró y abrazó a su hermana.
—No te preocupes por el estúpido tablero, Han. Yo siempre te compro algo para Navidad.
Un rato más tarde cuando Hannah se fue, Jane volvió a meterse entre las sábanas.
Estúpido tablero. Estúpido cumpleaños. Estúpido todo.
Mientras cerraba los ojos, se dio cuenta que nunca había mirado la tarjeta de su hermana. Volvió a encender la luz y la recogió de la mesita de noche. Dentro decía, ¡Siempre estaremos cogidas de la mano! ¡Te quiero! ¡Hannah!
Esa respuesta que les había dado acerca de la Navidad estaba completamente equivocada. Todo el mundo amaba a Hannah y le compraba regalos. Jopeta, en algunas ocasiones hasta podía influir en su padre, y nadie más podía hacer eso. Así que era seguro que le regalarían cosas.
Estúpido tablero…
Después de un rato Jane se quedó dormida. Debió haberlo hecho, porque Hannah la despertó.
—¿Estás bien? —dijo Jane, sentándose. Su hermana estaba de pie junto a la cama vistiendo el camisón de franela, y con una extraña expresión en el rostro.
—Debo irme —la voz de Hannah era triste.
—¿Al cuarto de baño? ¿Vas a vomitar? —Jane apartó las mantas—. Iré conti…
—No puedes —suspiró Hannah—. Debo irme.
—Bueno, si lo deseas, cuando termines de hacer lo que tienes que hacer, puedes regresar aquí a dormir.
Hannah miró hacia la puerta.
—Estoy asustada.
—Estar enferma siempre asusta. Pero siempre puedes contar conmigo.
—Debo irme —cuando Hannah miró hacia atrás, se veía… mayor, de cierta forma. Nada que ver con los diez años que tenía—. Trataré de regresar. Me esforzaré por hacerlo.
 —Um… vale. —¿Tal vez su hermana tenía fiebre o algo?—. ¿Quieres que vaya a despertar a mamá?
Hannah negó con la cabeza.
—Sólo quería verte a ti. Vuelve a dormirte.
Cuando Hannah se fue, Jane se hundió entre las almohadas. Pensó en ir a ver cómo estaba su hermana en el cuarto de baño, pero el sueño la reclamó antes de que pudiera seguir ese impulso.
A la mañana siguiente Jane se despertó con el sonido de fuertes pisadas corriendo por el pasillo. Al principio asumió que alguien había tirado algo que estaba dejando una mancha en la alfombra o sobre una silla o una colcha. Pero luego sintió las sirenas de la ambulancia en el camino de entrada.
Jane salió de la cama, miró por las ventanas delanteras, luego asomó la cabeza al pasillo. Su padre estaba hablando con alguien en la planta baja, y la puerta de la habitación de Hannah estaba abierta.
En puntillas, Jane caminó por la alfombra oriental, pensando que habitualmente su hermana nunca se levantaba tan temprano los sábados. Debía sentirse realmente enferma.
Se detuvo en la puerta. Hannah yacía inmóvil sobre la cama, con los ojos abiertos fijos en el cielo raso, la piel tan blanca como las prístinas sábanas blancas como la nieve sobre las que estaba tendida.
No parpadeaba.
En la esquina opuesta de la habitación, tan lejos como le era posible de Hannah, su madre estaba sentada en el asiento de la ventana, con el vestido de seda color marfil arremolinándose a su alrededor.
—Vuelve a la cama. Ahora.
Jane corrió a su habitación. Justo cuando cerraba la puerta, vio a su padre subir la escalera con dos hombres de uniforme azul marino. Estaba hablando con autoridad y oyó las palabras congénita corazón algo.
Jane saltó sobre la cama y se cubrió la cabeza con las sábanas. Mientras temblaba en la oscuridad, se sintió muy pequeña y muy asustada.
El tablero había tenido razón. Hannah no tendría regalos de Navidad y no se casaría con nadie.
Pero la hermana menor de Jane cumplió su promesa. Si que regresó.



[1] Mary Jane: Merceditas, típicos zapatos de uniforme escolar.

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